Era ya la villa
de Madrid residencia de los monarcas de Castilla, siendo muchas veces corte de
hecho, aun cuando no lo fuera de derecho, y la población acababa por aquel lado
en los arrabales de San Ginés y de San Martin. De allá a fuera seguían hacia
oriente los olivares de los Caños de Alcalá, por donde pasaba el camino de
Aragón y hacia el norte el camino que pronto se bifurcaba en el que seguía
hacia Fuencarral y los puertos serranos, y el que, torciendo a la derecha, iba
pasando primero por el arroyo de Valnegral o bajo el Abroñigal y luego por el
Abroñigal alto, en dirección al cercano
pueblo de Hortaleza.
Aun todavía, al
acabar la Edad Media, eran estos terrenos de suelo bravío, propicio a la caza y
al pastoraje. Decíase que la configuración de tales tierras representaban
exactamente, vista desde Madrid, los picos de una montera, y aquí aparece la
primera leyenda etimológica de la que después había de ser calle.
Otra tradición es
la que se refiere al rey D. Sancho IV, el Bravo, cuando en 1295 pasó a Madrid
desde Alcalá de Henares, donde había hecho que se le rindiese pleito homenaje a
su hijo D. Fernando y se reconociese como tutora a la reina doña María si el
hijo quedaba sin padre. Muy luego encomendó también la persona de D. Fernando a
su fiel amigo D. Juan Núñez, uno de los primeros caballeros del reino,
hablándole de este modo: “Don Juan Núñez,
bien sabedes como llegasteis a mí, mozo sin barbas, é hice a vos mucha merced,
lo uno en casamiento que á vos di bueno, y lo otro en tierra y en cuantía; y
ruego a vos que pues yo estoy tan mal andante desta dolencia, como vos vedes,
que si yo muriese nunca vos desamparades al infante D. Fernando, mi hijo, hasta
que hay barbas. E otro si, que sirvades a la reina en toda su vida, ca mucho
vos lo merece a vos y a vuestro linaje, é si así lo hiciéredes Dios vos lo
galardone, é sino Él vos lo demande. Amén”.
Después fue la
marcha a Madrid, en donde el rey D. Sancho permaneció más de un mes. Y cuéntase
que viniendo por los Caños de Alcalá a entrar en la villa, y al llegar al sitio
donde había de ser, andando el tiempo, la Puerta del Sol, y en un punto de
donde arranca el camino de Fuencarral, al rey, que venía cabalgando seguido de
los infantes y del arzobispo de Toledo y del leal D. Juan Núñez, cayósele la
montera sin que él lo notase ni lo advirtiesen cuantos le acompañaban, de lo
que él se enojó luego mucho.
Y parece ser que
en los dos hitos de piedra que había en aquellos aledaños, hubo de escribirse
así en el uno: “Al pasar esta vereda, perdió el rey la montera”. Y en el otro:
“Como Don Sancho era bravo, caminó con mucho enfado”.
No parece, en
verdad, cosa muy transcendental el que al rey de Castilla se le perdiese la
montera, aunque la fiereza de carácter que se le atribuye a Don Sancho, que por
lo visto estaba siempre en disposición de justificar el mote de “Bravo” con que
le conoce la historia, diese quizás aspectos de tragedia a aquel incidente tan
sencillo y pudiese hacer memorable la trapatiesta que moviera el aireado
monarca al saber que nadie había acudido a recoger el augusto cubrecabeza.
Pero no es
posible hablar de la calle de la Montera sin recordar los versos de la comedia
famosa de Narciso Serra, o Narciso Sáenz Diez Serra, que estos eran los verdaderos
nombres de aquel ingenio madrileño:
“Que si usiría viniera
Aquí de alcalde menor,
Al de corte le dijera
Que es mucha calle, señor,
la calle de la Montera.”
Esta Montera era
la mujer de un Montero de Espinosa, o según se ha querido especificar más, de
un montero mayor de Felipe III. Ya, aunque pobre y rudimentaria, existía la
calle. Desde el tiempo de las Comunidades y su castillete de la Puerta del Sol,
quedaba en dirección al Mediodía la calle de Carretas, que rememoraba un
episodio de la lucha popular comunera, y en dirección al Norte, esta otra,
formada por unas tiendas humildes. Cuando la mujer del montero, hembra cuya
hermosura era celebérrima en la corte, salía a misa, que era el único paseo que
se permitía la dama, había estocadas en la calle a su paso, por disputarse una
mirada suya los galanes, y eso era a pleno día, ¡cual no había de ser el
trabajo de los corchetes y los alcaldes del crimen durante la noche, para
recoger los muertos que caían atravesados por la espada de un rival bajo la
ventana de la hermosa montera!
Ello fue que el
mismo rey tuvo que intervenir para atajar el desorden. Y, en fin, lo cierto es
que desde esa fecha quedó el nombre de la Montera, que solo servía para
designar el trozo desde la Puerta del Sol a la calle de San Alberto, pues desde
aquí hasta el encuentro de las calles de Fuencarral y de Hortaleza, llamábase
todo ello Red de San Luis, y no solo aparece así en los planos de Texeira y de
Espinosa, sino hasta en el hoy rarísimo “Plano de Madrid en 64 láminas por
barrios”, que editaron D. Fausto Martinez de la Torre y D. José Asensio, en año
1800, en la imprenta de D. José Doblado.
El primer nombre
que verdaderamente tuvo esta calle fue el de San Roque. Hubo en Madrid, el año
1533, una gran epidemia y los madrileños hicieron muchas rogativas al abogado
contra la peste. Vínose luego en alzarle una capilla en estos lugares, y más de
dos siglos después, en 1589, con motivo de una nueva pestilencia, como se decía
entonces, volvieron a hacerse fiestas piadosas al santo peregrino.
Ocho años después
repitióse el azote y con él las rogativas a San Roque, al lado de cuya ermita
había ya construidas algunas casas, y de esa fecha es la solicitud de aquellos
vecinos para que se diese el nombre de ese santo a la incipiente calle.
Después de
haberse llamado de San Roque, nombre que pasó a la calle donde se hizo el
monasterio de San Plácido, la que había de ser calle de la Montera fue calle de
la Inclusa. Era el día 21 de mayo de 1567 cuando se fundó en Madrid la cofradía
de Nuestra Señora de la Soledad, en el convento de la Victoria. Esa Virgen de
la Soledad es la bellísima escultura de Gaspar Becerra, quien la hizo por
encargo de la reina doña Isabel de Valois, y desesperado porque cuantas veces
cogía una madera para labrar la imagen no conseguía hacerlo a su gusto, iba ya
a desistir de su intento cuando cogió un leño que empezaba a arder en la lumbre
de su cuarto, y de él se sirvió para tallar la admirable efigie que hoy se
conserva en la capilla de San Isidro el Real, perteneciente a la capilla del
Buen Consejo.
La cofradía de la
Soledad juntó en pocos años grandes limosnas y fondos, yendo a instalarse junto
a la iglesia de San Luis, y siendo origen de la Casa Real de Nuestra Señora de
la Caridad y San José, para niños expósitos. La instalación inmediata a San
Luis fue el año 1582, cuando se hizo el expediente de reducción de hospitales y
asilos, por auto del cardenal Quiroga, siendo vicario de Madrid el doctor D.
Juan Bautista Neroni y refrendado el decreto el maestro Jerónimo Paulo, maestro
y secretario.
Esta institución
es la que pronto fue conocida por el nombre de la Inclusa, por haber recogido y
dado culto a la imagen de la virgen que trajo de Enckuissen, en Flandes, un
soldado español, y que después de su permanencia en esta calle pasó al Colegio
de la Paz, en la calle de Preciados, esquina a la Puerta del Sol, y últimamente
a su lugar actual, en la calle de Embajadores.
A más de la
cofradía de la Soledad, de la Caridad o de la Inclusa, que con estos tres
nombre podía conocerse el piadoso instituto, parece que junto a ella, y en la
calle que había de ser de la Montera, estaba también la cofradía del Consuelo,
que se ocupaba de dar sepultura a los pobres de la parroquia de San Ginés, y
recogía los muertos que eran encontrados en los caminos, y aún sostuvo pleito
con la cofradía de San Sebastián, que luego se estableció en las Maravillas
cuando desapareció el humilladero del Cristo de la Luz, que estaba en las eras
de Amaniel y quinta del caballero D. Juan de Amiscueta, enterrado en la iglesia
de Maravillas, donde todavía se conserva su estatua orante y una imagen de
aquel Cristo, que es el que ha dejado nombre a la breve calle que va desde la de
Amaniel a la del Limón.
La cofradía del
Consuelo extendió su instituto al acompañamiento de los reos al cadalso; pero
hubo de contender sobre este punto con la Hermandad de la Concepción, que
estaba en la Latina, ganando ejecutoria la del Consuelo, pero no tardaron en
cesar estas dos cofradías, encargándose de asistir a los condenados a muerte,
en sus últimos momentos, los Hermanos de la Paz y la Caridad.
Pero erigido el
templo de San Luis, obispo de Tolosa, trajo una nueva denominación a la calle
de San Roque o de la Inclusa, y recibió el de la calle de San Luis Obispo hasta
que en el reinado de Felipe IV perdió también este y quedó ya invariablemente,
hasta ahora, el de la calle de la Montera.
La antiquísima
parroquia de San Ginés había llegado a tener tan considerable extensión que fue
necesario darle un anejo, como se hizo, con licencia del arzobispo D. Juan de
Tavera, el año 1541. Diósele el título de título de San Luis, obispo de Tolosa,
porque a este santo, sin duda por no haber sido suficiente el influjo de San
Roque, votóse por el Concejo madrileño una procesión el año 1438, con motivo de
la peste que hubo aquel año, y en ese tiempo era mucha la devoción al santo
preclaro, por haber traído, el año 1417, D. Alonso de Aragón, su cuerpo a
Valencia, desde Marsella, cuando saqueó esta ciudad.
En esta iglesia
fue bautizada, en 1834, la hija de Espronceda y de Teresa, llamada Blanca y
nacida en la calle de San Miguel, numero 1. Y en la misma iglesia recibió el
bautismo, nueve años después, la que había de ser cantante famosísima, Adelina
Patti.
San Luis, iglesia
de tan varia historia, prosigue siendo una de las más concurridas de la corte.
Ahora, como antes, mezclase en su concurrencia la devoción con la galantería.
Sus sombras misteriosas y la doble salida por el pasillo de la sacristía, son
propicias a más de una novelesca aventura.
A principios del
siglo XX, durante la infancia del terrorismo, la gente hablaba con horror y con
espanto de que un petardo había estallado en San Luis, durante la visita al
monumento de Jueves Santo. Hubo algunos lisiados, y la gente, cohibida en sus
prácticas devotas de Semana Santa, hablaba de la iglesia de la calle de la
Montera como algo terrible.
Ya vemos formada
la calle de la Montera con casas del siglo XVII, algunas de las cuales
permanecen aún, y en la que tenía una de su propiedad la hija de Cervantes. En
la parte superior de esta vía estaba un mercado de pan, gran parte de él traído
de Hortaleza y cuyo recinto se hallaba marcado y defendido por una red de
cuerdas de lo que vino el nombre de Red de San Luis, que durante dos siglos se
aplicó al espacio comprendido entre la iglesia y el encuentro de las calles de Hortaleza y Fuencarral, y después quedó reducido a la especie de plazuela
formada este último lugar.
En la Red de San
Luis solía colocarse el púlpito ambulante de los predicadores zafios, que
hicieron bueno a fray Gerundio. El del fraile que fingía elevarse
estáticamente, entre la admiración del pueblo, hasta que se vino en
conocimiento de que se valía de una máquina o artificio, que le levantaba hasta
los bordes del púlpito. Y el del predicador soez, que, blandiendo un crucifijo
y al ver que el auditorio se distraía mirando a unos polichinelas que pasaban
recababa su atención gritando: “¡Mirad
aquí, mirad aquí que este es el verdadero pruchinela!”.
En la Red de San
Luis fue donde el día 10 de enero de
1638, el pueblo, contristado por la falta de nuevas de la guerra contra el
francés, vio llegar por el camino de Fuencarral a un correo del almirante y le
cercaron diciéndole que no le dejarían pasar si no declaraba las noticias que
traía. Y el recelo y el temor trocáronse en grande alegría cuando hizo saber
que el almirante estaba en Fuenterrabía, y había derrotado al ejército del rey
de Francia. La muchedumbre cogió al correo en hombros, y así, entre la algazara
del júbilo de todos, lleváronle hasta las puertas del Alcázar.
Era mayor que
ahora la longitud de esta calle, puesto que nacía en el centro de la actual
Puerta del Sol, y quedó como ahora después de la reforma de 1854, que dio su
traza actual a la famosa plaza central de Madrid. Allí arriba, coronando la
vía, quedaba la casa que a fines del siglo XVIII hizo construir D. Pedro de
Astrearena, marqués de Murillo.
En la Red de San
Luis púsose el 10 de octubre de 1832 la fuente monumental que se alzó para
conmemorar el nacimiento de la princesa de Asturias, después Isabel II. El
mismo día que se inauguró la nueva fuente de la Red de San Luis debieron también
comenzar su misión los dos relojes de sol que el Concejo había encargado al
propio escultor D. José Tomás para situarlos en la fachada de la casa de
Astrearena, lo cual no llegó a verificarse por la extraña e inconcebible negativa
del dueño de la finca a recibir aquella reforma de utilidad y ornato.
Queda dicho, de
la fuente nueva de la Red de San Luis a la de los Galápagos, que en este lugar
permaneció hasta 1717, que, como la de Antón Martín, era muestra del gusto
churrigueresco de la época. Esa antigua era la que adornaba tal lugar en los días
en que Moratín escribía:
"Íbame a prisa
hacia la Red
a ver a Clori;
no lo acerté."
Y es que D.
Leandro era transeúnte obligado de la calle de la Montera, pues vivía en el
número 17 de la calle de Fuencarral.
Al renovarse la
vida de la sociedad madrileña, a fines del reinado de Fernando VII y comienzos
del siguiente, la calle de la Montera aparece como una de las principales de
Madrid por la profusión de sus comercios y animación en su tránsito, pues como
ahora por la Carrera de San Jerónimo y la calle de Alcalá, establecíase un
paseo de buen tono por la mañana en esa calle, donde no había tienda que no
tuviese su tertulia, y al anochecer el paseo más concurrido, pero más vario y
abigarrado, era también por la calle de la Montera, aunque prolongándose desde
la Red de San Luis hasta atravesar la Puerta del Sol y seguir por la calle de Carretas hasta las plazas del Ángel y de Santa Ana.
Las levitas
románticas, los fraques de Utrilla, las amplias crinolinas, los sombreritos a
la Pamela, que en el Prado paseaban por un sitio determinado, sin mezcla con
otra clase de gente, aquí se confundían con la majeza del marsellés y sombrero
de Calaña y con las basquiñas y mantillas de las mozas mas desgarradas.
en 1848 el
general Espartero volvía a España después de cuatro años de destierro. Y cuando
llegó a Madrid fue a hospedarse a la calle de la Montera, número 20, piso
segundo, esquina a la calle de los Jardines. El recibimiento que le hizo el
pueblo madrileño fue de un entusiasmo mortificante para Narváez. Sin dejar un
punto de reposo al duque de la Victoria, subían los visitantes hasta su
habitación en manifestación continua de simpatía y adhesión. Las mujeres se
arrojaban a sus pies y sus manos eran profusamente besadas. De aquella íntima y
prolongada apoteosis de 1848 formó parte un curioso folleto que publicaron
juntas la redacción de "El Espectador" y la de "El Tío
Camorra" siendo de advertir que esta última estaba formada, exclusivamente
por el poderoso ingenio de Martínez Villergas.
En 1849 un suceso
criminal atrajo la pública atención hacia la Red de San Luis. Fue aquel
misterioso asesinato del sastre José Lafuente, acontecido a las once y media de
la noche del 6 de octubre en la calle de la Montera, números 56 y 58, piso
segundo derecha. Al mismo tiempo que era descubierto en el patio el cadáver de
un hombre, al que se le suponía cómplice de los asesinos, y arrojado por ellos
desde aquel cuarto. Fueron condenados la criada del sastre, Clara Marina, y su
hermano Antonio, ejecutados en la Puerta de Toledo, y entregados sus cráneos a
los antropólogos para su estudio. Los juristas discutieron mucho tiempo el
famoso proceso, y por cierto que, comentándose la celeridad que se había puesto
en juzgar a aquellos desgraciados, recordábase otro caso de procedimiento brevísimo
con motivo de otro crimen, del que también fue víctima un sastre, en la misma
Red de San Luis, el año 1812. Y las autoridades francesas, que eran las que
entonces regían Madrid, procedieron con tal celeridad que habiéndose cometido
el asesinato un domingo, se verificaba al mismo tiempo el entierro de la
víctima y el del asesino, el miércoles siguiente.
En la casa número
22 estuvo el Ateneo Científico y Literario, en una época famosa de esa
institución. Los viejos hablan con un fervor singularísimo del Ateneo de la
calle de la Montera, el Ateneo del padre Sánchez y de Moreno Nieto.
En el primer piso
del número 43 de la calle de la Montera vivía D. Manuel Bretón de los Herreros,
y allí falleció a las once y cuarto de la noche del sábado 8 de noviembre de
1873. En aquella vivienda, donde le retenía la enfermedad hacía tiempo, recibió
el 15 de febrero de 1872, la visita del emperador del Brasil, D. Pedro II,
príncipe versadísimo en nuestra letras, que admiraba fervorosamente al gran
poeta cómico, y, acompañado de Gama, ministro del Brasil en Madrid, acudió a
rendir ese homenaje al autor de tantas obras de fertilísimo ingenio.
Cerca de la Red
de San Luis estaba la redacción del "El Progreso", que en 1898 fue
apedreada y asaltada por los estudiantes, que se consideraron ofendidos en un
artículo de aquel diario republicano. En una de esas casas se encontraba
también, el mismo año, la redacción de "Vida Nueva", periódico
literario semanal, en que el culto a las letras por los escritores, todos
ilustres, que en él colaboraban, unía a la expresión artística una fuerte y
generosa ideología. en 1902 hubo una segunda época del mismo semanario, con
distinguidos escritores, jóvenes entonces, que organizaron aquella nueva y
briosa salida, también por la calle de la Montera, y, para mayor detalle
pintoresco, en una habitación reservada de la taberna del número 9, que por
aquellos días era propiedad de un tabernero literario.
La calle de la
Montera ha tenido siempre singularmente, una gran importancia comercial. Fue la
más importante en la época de la Regencia de María Cristina, cuando ya no había
en ella casa cuya planta baja no estuviera ocupada enteramente por tiendas. Y
esa consagración de esta calle al comercio ha terminado por ser tan absoluta,
que ya no solo las tiendas y los entresuelos o pisos primeros los dedicados a
él, sino que hay casas enteras cuyos balcones, hasta los más altos, ostentan
las muestras pregoneras de diversos establecimientos. En esta calle se abre el
Pasaje del Comercio, vulgarmente llamada de Murga.
Sus cafés, sus
confiterías y sus fondas han ido quedando en la historia de la vida madrileña.
La fonda y el café de San Luis, que estaba en el antiguo número 27, y de menos
tono que la de Genieys, la fonda de la calle de la Reina, rivalizaba dignamente
en 1833 con las de la Cruz de Malta, en la calle del Caballero de Gracia; la de
la Fontana de Oro, en la Carrera de San Jerónimo; la de Europa, en la calle del Arenal; la de los Dos Amigos y la de Perona, en la calle de Alcalá. Luego ha
habido otro café de San Luis a principios del siglo XX junto al Pasaje de Murga,
y después otro situado en la Red.
En la calle de la
Montera estaba también la Fonda de Madrid, donde el año 1848 se reunieron en un
banquete los empleados del Ministerio de Hacienda, presididos por el ministro,
que era a la sazón Bertrán de Lis, ágape del que se hicieron sabrosos
comentarios por la propina que dejó el ministro a los mozos, sin duda para que
se viese que no era un despilfarrador, y la cual ascendió a cuarenta y dos
cuartos y dos maravedíes, que eran sus buenos cinco reales, es decir, poco más
de una peseta.
En la calle de la
Montera, número 10 antiguo, estaba la confitería Andaluza, a la que iba la
gente a comer al estilo de esa tierra, siendo como la continuación de la fama
del primer colmado o establecimiento llamado de andaluces, que hubo en Madrid,
y muy concurrido a fines del reinado de Fernando VII, que se hallaba a la
entrada de la calle de Fuencarral, con el pintoresco título de Delicias de la
Bética.
Otro café
memorable de la calle de la Montera fue el de la Joven Esmeralda, en el número
18, punto de reunión de la bohemia ingeniosa de mediados del siglo XIX. Y
aunque sea por otro concepto, también tiene su lugar en esta relación recordatoria
el del Brillante, café de cante flamenco, en aquella época del género en que
florecían los otros de Naranjeros, de la Marina y del Imparcial.
Las casas de
hospedaje de todo género y los restaurantes baratos daban una nota
característica a esta calle pintoresca durante mediados del pasado siglo. Otro
aspecto de la calle de la Montera es el de la rememoración de nuestros buenos
tiempos coloniales con sus diversos escaparates poblados de grano de café.
La antigua calle
de la Montera, la de la barricada del 54, la de la relojería de Losada, la que
regaló el reloj del Ministerio de la Gobernación, y la de la casa de Escró con
sus muñecas y sus juguetes de lujo, que eran el encanto de los niños ricos y la
tristeza de los niños pobres, conserva su importancia de gran cauce urbano.
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