Dice Pedro de Répide:
La calle de Abada es una calle estrecha y tortuosa que arrancando en la plaza del Carmen iba a dar a la calle de Jacometrezo, se ha visto cercenada en su parte final por el trazado del segundo trozo de la Gran Vía que ha borrado del plano de Madrid casi todas las calles del centro de la corte y en cuya abigarrada, pintoresca y confusa población se mezclaban las casas de huéspedes modestos para estudiantes, empleados de poco sueldo y forasteros de escasos recursos con las mancebías descaradas.
Su aspecto industrial era una mezcla de tiendas de libros viejos, casas de préstamos y salones de peinar. Algunas buñolerías servían durante la noche de refugio al concurso de mujercillas y rufianes, bohemios y hampones.
El terreno sobre el que se edificó esta calle pertenecía, como los de todas las inmediatas, a las eras del monasterio de San Martín.
Su aspecto industrial era una mezcla de tiendas de libros viejos, casas de préstamos y salones de peinar. Algunas buñolerías servían durante la noche de refugio al concurso de mujercillas y rufianes, bohemios y hampones.
El terreno sobre el que se edificó esta calle pertenecía, como los de todas las inmediatas, a las eras del monasterio de San Martín.
En 1501, el gobernador de Java regaló a Felipe II un elefante y una abada (entonces los rinocerontes se llamaban abadas, palabra
originaria del portugués) y una de las versiones acerca del origen de esta calle se refieres a este último animal que fue el que hubo de dibujar Juan de Cufes en su "Tratado de varia conmensuración".
Pero es absurdo que Felipe II, disponiendo de tan hermosos parques como poseía fuese a dejar el regalo del javanés en el descampado de San Martín. Mas verosímil es la otra versión de los portugueses, especie de saltimbanquis, que traían una abada y la enseñaban en una barraca instalada en esas eras. No fue solo el acontecimiento de la presencia del animal, que en estas latitudes había de parecer fabuloso, lo que motivó el recuerdo de su nombre, sino que como fuese costumbre de chicos y mayores que acudían a verle, hostigarle con gritos y silbidos y aun acosarle de obra, un mozo del cercano horno de la Mata hubo de darle de comer, puesto en la punta de un palo, un mollete abrasando, con lo que la fiera, enfurecida al sentir aquella impresión en la boca y el gaznate, se arrojó sobre el imprudente y lo trituró.
El prior de San Martín expulsó a los portugueses de aquel terreno, y en la confusión de la marcha, escapóse el abada, que a favor de la oscuridad de la noche, pudo desaparecer de la vista de sus exhibidores, a pesar del volumen y la pesadez de un animal de esa clase. La desaparición del rinoceronte fue otro acontecimiento que dio ocasión a lances cómicos, tales como el de llegarse las gentes alborotadas, con palos y con picas, a rodear un carro que pasaba por el Postigo de San Martín, y cuya silueta se les había antojado entre las sombras nocturnas la de la bestia perseguida que, al fin, vino a ser encontrada a bastante distancia de aquellos lugares, en las eras de Vicálvaro.
El lugar donde se enseñaba el abada y donde pereció víctima de su estúpida gracia el hornero, fue señalado con una cruz de palo, y el famoso animal dejó su nombre en esta calle, cuyas primeras casas fueron levantadas a fines del siglo XVI por don Juan Gabriel de Ocampo y doña María de Meneses, quienes compraron al prior esos terrenos.
Conservase en la calle de la Abada la casa esquina a la calle de Chinchilla, donde hace más de un siglo estaba el café de la Alegría, y más adelante se instaló la fonda de Barcelona, que ha permanecido en ella hasta el primer tercio del siglo XX.
El café de la Alegría era, como el de Levante a la entrada de la calle de Alcalá, y el de los Gorros o de la Nicolasa, en la plazuela de Santa Ana, un café neutral, un café a donde, según el precepto moratiniano, se iba solamente a tomar café. Esto le hacía ser el preferido de los extranjeros en aquellos días de 1820 a 1823, en que los cafés de Madrid, a imitación de lo que ocurría en el de Lorencini y en el de la Fontana de Oro, se convertían frecuentemente en clubs políticos.
En la fonda de Barcelona, que fue de las más famosas de Madrid en el siglo XIX, vivía el gran escritor revolucionario Roberto Robert, de fuerte pluma e ingenio poderoso. Y en la casa número 2 de esta calle tuvo su comienzo una sociedad que ahora se halla en la plenitud de su esplendor: El Círculo de Bellas Artes.
Pero es absurdo que Felipe II, disponiendo de tan hermosos parques como poseía fuese a dejar el regalo del javanés en el descampado de San Martín. Mas verosímil es la otra versión de los portugueses, especie de saltimbanquis, que traían una abada y la enseñaban en una barraca instalada en esas eras. No fue solo el acontecimiento de la presencia del animal, que en estas latitudes había de parecer fabuloso, lo que motivó el recuerdo de su nombre, sino que como fuese costumbre de chicos y mayores que acudían a verle, hostigarle con gritos y silbidos y aun acosarle de obra, un mozo del cercano horno de la Mata hubo de darle de comer, puesto en la punta de un palo, un mollete abrasando, con lo que la fiera, enfurecida al sentir aquella impresión en la boca y el gaznate, se arrojó sobre el imprudente y lo trituró.
El prior de San Martín expulsó a los portugueses de aquel terreno, y en la confusión de la marcha, escapóse el abada, que a favor de la oscuridad de la noche, pudo desaparecer de la vista de sus exhibidores, a pesar del volumen y la pesadez de un animal de esa clase. La desaparición del rinoceronte fue otro acontecimiento que dio ocasión a lances cómicos, tales como el de llegarse las gentes alborotadas, con palos y con picas, a rodear un carro que pasaba por el Postigo de San Martín, y cuya silueta se les había antojado entre las sombras nocturnas la de la bestia perseguida que, al fin, vino a ser encontrada a bastante distancia de aquellos lugares, en las eras de Vicálvaro.
El lugar donde se enseñaba el abada y donde pereció víctima de su estúpida gracia el hornero, fue señalado con una cruz de palo, y el famoso animal dejó su nombre en esta calle, cuyas primeras casas fueron levantadas a fines del siglo XVI por don Juan Gabriel de Ocampo y doña María de Meneses, quienes compraron al prior esos terrenos.
Conservase en la calle de la Abada la casa esquina a la calle de Chinchilla, donde hace más de un siglo estaba el café de la Alegría, y más adelante se instaló la fonda de Barcelona, que ha permanecido en ella hasta el primer tercio del siglo XX.
El café de la Alegría era, como el de Levante a la entrada de la calle de Alcalá, y el de los Gorros o de la Nicolasa, en la plazuela de Santa Ana, un café neutral, un café a donde, según el precepto moratiniano, se iba solamente a tomar café. Esto le hacía ser el preferido de los extranjeros en aquellos días de 1820 a 1823, en que los cafés de Madrid, a imitación de lo que ocurría en el de Lorencini y en el de la Fontana de Oro, se convertían frecuentemente en clubs políticos.
En la fonda de Barcelona, que fue de las más famosas de Madrid en el siglo XIX, vivía el gran escritor revolucionario Roberto Robert, de fuerte pluma e ingenio poderoso. Y en la casa número 2 de esta calle tuvo su comienzo una sociedad que ahora se halla en la plenitud de su esplendor: El Círculo de Bellas Artes.
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