sábado, 2 de mayo de 2015

Calle de la Montera

Calle de la Montera

La calle de la Montera discurre entre la Puerta del Sol y la Gran Vía.

Era ya la villa de Madrid residencia de los monarcas de Castilla, siendo muchas veces corte de hecho, aun cuando no lo fuera de derecho, y la población acababa por aquel lado en los arrabales de San Ginés y de San Martin. De allá a fuera seguían hacia oriente los olivares de los Caños de Alcalá, por donde pasaba el camino de Aragón y hacia el norte el camino que pronto se bifurcaba en el que seguía hacia Fuencarral y los puertos serranos, y el que, torciendo a la derecha, iba pasando primero por el arroyo de Valnegral o bajo el Abroñigal y luego por el Abroñigal alto, en dirección al cercano  pueblo de Hortaleza.

Aun todavía, al acabar la Edad Media, eran estos terrenos de suelo bravío, propicio a la caza y al pastoraje. Decíase que la configuración de tales tierras representaban exactamente, vista desde Madrid, los picos de una montera, y aquí aparece la primera leyenda etimológica de la que después había de ser calle.

Otra tradición es la que se refiere al rey D. Sancho IV, el Bravo, cuando en 1295 pasó a Madrid desde Alcalá de Henares, donde había hecho que se le rindiese pleito homenaje a su hijo D. Fernando y se reconociese como tutora a la reina doña María si el hijo quedaba sin padre. Muy luego encomendó también la persona de D. Fernando a su fiel amigo D. Juan Núñez, uno de los primeros caballeros del reino, hablándole de este modo: “Don Juan Núñez, bien sabedes como llegasteis a mí, mozo sin barbas, é hice a vos mucha merced, lo uno en casamiento que á vos di bueno, y lo otro en tierra y en cuantía; y ruego a vos que pues yo estoy tan mal andante desta dolencia, como vos vedes, que si yo muriese nunca vos desamparades al infante D. Fernando, mi hijo, hasta que hay barbas. E otro si, que sirvades a la reina en toda su vida, ca mucho vos lo merece a vos y a vuestro linaje, é si así lo hiciéredes Dios vos lo galardone, é sino Él vos lo demande. Amén”.

Después fue la marcha a Madrid, en donde el rey D. Sancho permaneció más de un mes. Y cuéntase que viniendo por los Caños de Alcalá a entrar en la villa, y al llegar al sitio donde había de ser, andando el tiempo, la Puerta del Sol, y en un punto de donde arranca el camino de Fuencarral, al rey, que venía cabalgando seguido de los infantes y del arzobispo de Toledo y del leal D. Juan Núñez, cayósele la montera sin que él lo notase ni lo advirtiesen cuantos le acompañaban, de lo que él se enojó luego mucho.

Y parece ser que en los dos hitos de piedra que había en aquellos aledaños, hubo de escribirse así en el uno: “Al pasar esta vereda, perdió el rey la montera”. Y en el otro: “Como Don Sancho era bravo, caminó con mucho enfado”.

No parece, en verdad, cosa muy transcendental el que al rey de Castilla se le perdiese la montera, aunque la fiereza de carácter que se le atribuye a Don Sancho, que por lo visto estaba siempre en disposición de justificar el mote de “Bravo” con que le conoce la historia, diese quizás aspectos de tragedia a aquel incidente tan sencillo y pudiese hacer memorable la trapatiesta que moviera el aireado monarca al saber que nadie había acudido a recoger el augusto cubrecabeza.

Pero no es posible hablar de la calle de la Montera sin recordar los versos de la comedia famosa de Narciso Serra, o Narciso Sáenz Diez Serra, que estos eran los verdaderos nombres de aquel ingenio madrileño:

“Que si usiría viniera
Aquí de alcalde menor,
Al de corte le dijera
Que es mucha calle, señor,
la calle de la Montera.”  

Esta Montera era la mujer de un Montero de Espinosa, o según se ha querido especificar más, de un montero mayor de Felipe III. Ya, aunque pobre y rudimentaria, existía la calle. Desde el tiempo de las Comunidades y su castillete de la Puerta del Sol, quedaba en dirección al Mediodía la calle de Carretas, que rememoraba un episodio de la lucha popular comunera, y en dirección al Norte, esta otra, formada por unas tiendas humildes. Cuando la mujer del montero, hembra cuya hermosura era celebérrima en la corte, salía a misa, que era el único paseo que se permitía la dama, había estocadas en la calle a su paso, por disputarse una mirada suya los galanes, y eso era a pleno día, ¡cual no había de ser el trabajo de los corchetes y los alcaldes del crimen durante la noche, para recoger los muertos que caían atravesados por la espada de un rival bajo la ventana de la hermosa montera!

Ello fue que el mismo rey tuvo que intervenir para atajar el desorden. Y, en fin, lo cierto es que desde esa fecha quedó el nombre de la Montera, que solo servía para designar el trozo desde la Puerta del Sol a la calle de San Alberto, pues desde aquí hasta el encuentro de las calles de Fuencarral y de Hortaleza, llamábase todo ello Red de San Luis, y no solo aparece así en los planos de Texeira y de Espinosa, sino hasta en el hoy rarísimo “Plano de Madrid en 64 láminas por barrios”, que editaron D. Fausto Martinez de la Torre y D. José Asensio, en año 1800, en la imprenta de D. José Doblado.

El primer nombre que verdaderamente tuvo esta calle fue el de San Roque. Hubo en Madrid, el año 1533, una gran epidemia y los madrileños hicieron muchas rogativas al abogado contra la peste. Vínose luego en alzarle una capilla en estos lugares, y más de dos siglos después, en 1589, con motivo de una nueva pestilencia, como se decía entonces, volvieron a hacerse fiestas piadosas al santo peregrino.

Ocho años después repitióse el azote y con él las rogativas a San Roque, al lado de cuya ermita había ya construidas algunas casas, y de esa fecha es la solicitud de aquellos vecinos para que se diese el nombre de ese santo a la incipiente calle.

Después de haberse llamado de San Roque, nombre que pasó a la calle donde se hizo el monasterio de San Plácido, la que había de ser calle de la Montera fue calle de la Inclusa. Era el día 21 de mayo de 1567 cuando se fundó en Madrid la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, en el convento de la Victoria. Esa Virgen de la Soledad es la bellísima escultura de Gaspar Becerra, quien la hizo por encargo de la reina doña Isabel de Valois, y desesperado porque cuantas veces cogía una madera para labrar la imagen no conseguía hacerlo a su gusto, iba ya a desistir de su intento cuando cogió un leño que empezaba a arder en la lumbre de su cuarto, y de él se sirvió para tallar la admirable efigie que hoy se conserva en la capilla de San Isidro el Real, perteneciente a la capilla del Buen Consejo.

La cofradía de la Soledad juntó en pocos años grandes limosnas y fondos, yendo a instalarse junto a la iglesia de San Luis, y siendo origen de la Casa Real de Nuestra Señora de la Caridad y San José, para niños expósitos. La instalación inmediata a San Luis fue el año 1582, cuando se hizo el expediente de reducción de hospitales y asilos, por auto del cardenal Quiroga, siendo vicario de Madrid el doctor D. Juan Bautista Neroni y refrendado el decreto el maestro Jerónimo Paulo, maestro y secretario.

Esta institución es la que pronto fue conocida por el nombre de la Inclusa, por haber recogido y dado culto a la imagen de la virgen que trajo de Enckuissen, en Flandes, un soldado español, y que después de su permanencia en esta calle pasó al Colegio de la Paz, en la calle de Preciados, esquina a la Puerta del Sol, y últimamente a su lugar actual, en la calle de Embajadores.

A más de la cofradía de la Soledad, de la Caridad o de la Inclusa, que con estos tres nombre podía conocerse el piadoso instituto, parece que junto a ella, y en la calle que había de ser de la Montera, estaba también la cofradía del Consuelo, que se ocupaba de dar sepultura a los pobres de la parroquia de San Ginés, y recogía los muertos que eran encontrados en los caminos, y aún sostuvo pleito con la cofradía de San Sebastián, que luego se estableció en las Maravillas cuando desapareció el humilladero del Cristo de la Luz, que estaba en las eras de Amaniel y quinta del caballero D. Juan de Amiscueta, enterrado en la iglesia de Maravillas, donde todavía se conserva su estatua orante y una imagen de aquel Cristo, que es el que ha dejado nombre a la breve calle que va desde la de Amaniel a la del Limón.

La cofradía del Consuelo extendió su instituto al acompañamiento de los reos al cadalso; pero hubo de contender sobre este punto con la Hermandad de la Concepción, que estaba en la Latina, ganando ejecutoria la del Consuelo, pero no tardaron en cesar estas dos cofradías, encargándose de asistir a los condenados a muerte, en sus últimos momentos, los Hermanos de la Paz y la Caridad.

Pero erigido el templo de San Luis, obispo de Tolosa, trajo una nueva denominación a la calle de San Roque o de la Inclusa, y recibió el de la calle de San Luis Obispo hasta que en el reinado de Felipe IV perdió también este y quedó ya invariablemente, hasta ahora, el de la calle de la Montera.

La antiquísima parroquia de San Ginés había llegado a tener tan considerable extensión que fue necesario darle un anejo, como se hizo, con licencia del arzobispo D. Juan de Tavera, el año 1541. Diósele el título de título de San Luis, obispo de Tolosa, porque a este santo, sin duda por no haber sido suficiente el influjo de San Roque, votóse por el Concejo madrileño una procesión el año 1438, con motivo de la peste que hubo aquel año, y en ese tiempo era mucha la devoción al santo preclaro, por haber traído, el año 1417, D. Alonso de Aragón, su cuerpo a Valencia, desde Marsella, cuando saqueó esta ciudad.

En esta iglesia fue bautizada, en 1834, la hija de Espronceda y de Teresa, llamada Blanca y nacida en la calle de San Miguel, numero 1. Y en la misma iglesia recibió el bautismo, nueve años después, la que había de ser cantante famosísima, Adelina Patti.

San Luis, iglesia de tan varia historia, prosigue siendo una de las más concurridas de la corte. Ahora, como antes, mezclase en su concurrencia la devoción con la galantería. Sus sombras misteriosas y la doble salida por el pasillo de la sacristía, son propicias a más de una novelesca aventura.

A principios del siglo XX, durante la infancia del terrorismo, la gente hablaba con horror y con espanto de que un petardo había estallado en San Luis, durante la visita al monumento de Jueves Santo. Hubo algunos lisiados, y la gente, cohibida en sus prácticas devotas de Semana Santa, hablaba de la iglesia de la calle de la Montera como algo terrible.

Ya vemos formada la calle de la Montera con casas del siglo XVII, algunas de las cuales permanecen aún, y en la que tenía una de su propiedad la hija de Cervantes. En la parte superior de esta vía estaba un mercado de pan, gran parte de él traído de Hortaleza y cuyo recinto se hallaba marcado y defendido por una red de cuerdas de lo que vino el nombre de Red de San Luis, que durante dos siglos se aplicó al espacio comprendido entre la iglesia y el encuentro de las calles de Hortaleza y Fuencarral, y después quedó reducido a la especie de plazuela formada este último lugar.

En la Red de San Luis solía colocarse el púlpito ambulante de los predicadores zafios, que hicieron bueno a fray Gerundio. El del fraile que fingía elevarse estáticamente, entre la admiración del pueblo, hasta que se vino en conocimiento de que se valía de una máquina o artificio, que le levantaba hasta los bordes del púlpito. Y el del predicador soez, que, blandiendo un crucifijo y al ver que el auditorio se distraía mirando a unos polichinelas que pasaban recababa su atención gritando: “¡Mirad aquí, mirad aquí que este es el verdadero pruchinela!”.   

En la Red de San Luis fue donde el  día 10 de enero de 1638, el pueblo, contristado por la falta de nuevas de la guerra contra el francés, vio llegar por el camino de Fuencarral a un correo del almirante y le cercaron diciéndole que no le dejarían pasar si no declaraba las noticias que traía. Y el recelo y el temor trocáronse en grande alegría cuando hizo saber que el almirante estaba en Fuenterrabía, y había derrotado al ejército del rey de Francia. La muchedumbre cogió al correo en hombros, y así, entre la algazara del júbilo de todos, lleváronle hasta las puertas del Alcázar. 

Era mayor que ahora la longitud de esta calle, puesto que nacía en el centro de la actual Puerta del Sol, y quedó como ahora después de la reforma de 1854, que dio su traza actual a la famosa plaza central de Madrid. Allí arriba, coronando la vía, quedaba la casa que a fines del siglo XVIII hizo construir D. Pedro de Astrearena, marqués de Murillo.

En la Red de San Luis púsose el 10 de octubre de 1832 la fuente monumental que se alzó para conmemorar el nacimiento de la princesa de Asturias, después Isabel II. El mismo día que se inauguró la nueva fuente de la Red de San Luis debieron también comenzar su misión los dos relojes de sol que el Concejo había encargado al propio escultor D. José Tomás para situarlos en la fachada de la casa de Astrearena, lo cual no llegó a verificarse por la extraña e inconcebible negativa del dueño de la finca a recibir aquella reforma de utilidad y ornato.

Queda dicho, de la fuente nueva de la Red de San Luis a la de los Galápagos, que en este lugar permaneció hasta 1717, que, como la de Antón Martín, era muestra del gusto churrigueresco de la época. Esa antigua era la que adornaba tal lugar en los días en que Moratín escribía:

"Íbame a prisa
hacia la Red
a ver a Clori;
no lo acerté."

Y es que D. Leandro era transeúnte obligado de la calle de la Montera, pues vivía en el número 17 de la calle de Fuencarral.

Al renovarse la vida de la sociedad madrileña, a fines del reinado de Fernando VII y comienzos del siguiente, la calle de la Montera aparece como una de las principales de Madrid por la profusión de sus comercios y animación en su tránsito, pues como ahora por la Carrera de San Jerónimo y la calle de Alcalá, establecíase un paseo de buen tono por la mañana en esa calle, donde no había tienda que no tuviese su tertulia, y al anochecer el paseo más concurrido, pero más vario y abigarrado, era también por la calle de la Montera, aunque prolongándose desde la Red de San Luis hasta atravesar la Puerta del Sol y seguir por la calle de Carretas hasta las plazas del Ángel y de Santa Ana.

Las levitas románticas, los fraques de Utrilla, las amplias crinolinas, los sombreritos a la Pamela, que en el Prado paseaban por un sitio determinado, sin mezcla con otra clase de gente, aquí se confundían con la majeza del marsellés y sombrero de Calaña y con las basquiñas y mantillas de las mozas mas desgarradas.

en 1848 el general Espartero volvía a España después de cuatro años de destierro. Y cuando llegó a Madrid fue a hospedarse a la calle de la Montera, número 20, piso segundo, esquina a la calle de los Jardines. El recibimiento que le hizo el pueblo madrileño fue de un entusiasmo mortificante para Narváez. Sin dejar un punto de reposo al duque de la Victoria, subían los visitantes hasta su habitación en manifestación continua de simpatía y adhesión. Las mujeres se arrojaban a sus pies y sus manos eran profusamente besadas. De aquella íntima y prolongada apoteosis de 1848 formó parte un curioso folleto que publicaron juntas la redacción de "El Espectador" y la de "El Tío Camorra" siendo de advertir que esta última estaba formada, exclusivamente por el poderoso ingenio de Martínez Villergas.

En 1849 un suceso criminal atrajo la pública atención hacia la Red de San Luis. Fue aquel misterioso asesinato del sastre José Lafuente, acontecido a las once y media de la noche del 6 de octubre en la calle de la Montera, números 56 y 58, piso segundo derecha. Al mismo tiempo que era descubierto en el patio el cadáver de un hombre, al que se le suponía cómplice de los asesinos, y arrojado por ellos desde aquel cuarto. Fueron condenados la criada del sastre, Clara Marina, y su hermano Antonio, ejecutados en la Puerta de Toledo, y entregados sus cráneos a los antropólogos para su estudio. Los juristas discutieron mucho tiempo el famoso proceso, y por cierto que, comentándose la celeridad que se había puesto en juzgar a aquellos desgraciados, recordábase otro caso de procedimiento brevísimo con motivo de otro crimen, del que también fue víctima un sastre, en la misma Red de San Luis, el año 1812. Y las autoridades francesas, que eran las que entonces regían Madrid, procedieron con tal celeridad que habiéndose cometido el asesinato un domingo, se verificaba al mismo tiempo el entierro de la víctima y el del asesino, el miércoles siguiente.

En la casa número 22 estuvo el Ateneo Científico y Literario, en una época famosa de esa institución. Los viejos hablan con un fervor singularísimo del Ateneo de la calle de la Montera, el Ateneo del padre Sánchez y de Moreno Nieto.

En el primer piso del número 43 de la calle de la Montera vivía D. Manuel Bretón de los Herreros, y allí falleció a las once y cuarto de la noche del sábado 8 de noviembre de 1873. En aquella vivienda, donde le retenía la enfermedad hacía tiempo, recibió el 15 de febrero de 1872, la visita del emperador del Brasil, D. Pedro II, príncipe versadísimo en nuestra letras, que admiraba fervorosamente al gran poeta cómico, y, acompañado de Gama, ministro del Brasil en Madrid, acudió a rendir ese homenaje al autor de tantas obras de fertilísimo ingenio.

Cerca de la Red de San Luis estaba la redacción del "El Progreso", que en 1898 fue apedreada y asaltada por los estudiantes, que se consideraron ofendidos en un artículo de aquel diario republicano. En una de esas casas se encontraba también, el mismo año, la redacción de "Vida Nueva", periódico literario semanal, en que el culto a las letras por los escritores, todos ilustres, que en él colaboraban, unía a la expresión artística una fuerte y generosa ideología. en 1902 hubo una segunda época del mismo semanario, con distinguidos escritores, jóvenes entonces, que organizaron aquella nueva y briosa salida, también por la calle de la Montera, y, para mayor detalle pintoresco, en una habitación reservada de la taberna del número 9, que por aquellos días era propiedad de un tabernero literario.

La calle de la Montera ha tenido siempre singularmente, una gran importancia comercial. Fue la más importante en la época de la Regencia de María Cristina, cuando ya no había en ella casa cuya planta baja no estuviera ocupada enteramente por tiendas. Y esa consagración de esta calle al comercio ha terminado por ser tan absoluta, que ya no solo las tiendas y los entresuelos o pisos primeros los dedicados a él, sino que hay casas enteras cuyos balcones, hasta los más altos, ostentan las muestras pregoneras de diversos establecimientos. En esta calle se abre el Pasaje del Comercio, vulgarmente llamada de Murga.

Sus cafés, sus confiterías y sus fondas han ido quedando en la historia de la vida madrileña. La fonda y el café de San Luis, que estaba en el antiguo número 27, y de menos tono que la de Genieys, la fonda de la calle de la Reina, rivalizaba dignamente en 1833 con las de la Cruz de Malta, en la calle del Caballero de Gracia; la de la Fontana de Oro, en la Carrera de San Jerónimo; la de Europa, en la calle del Arenal; la de los Dos Amigos y la de Perona, en la calle de Alcalá. Luego ha habido otro café de San Luis a principios del siglo XX junto al Pasaje de Murga, y después otro situado en la Red.

En la calle de la Montera estaba también la Fonda de Madrid, donde el año 1848 se reunieron en un banquete los empleados del Ministerio de Hacienda, presididos por el ministro, que era a la sazón Bertrán de Lis, ágape del que se hicieron sabrosos comentarios por la propina que dejó el ministro a los mozos, sin duda para que se viese que no era un despilfarrador, y la cual ascendió a cuarenta y dos cuartos y dos maravedíes, que eran sus buenos cinco reales, es decir, poco más de una peseta.

En la calle de la Montera, número 10 antiguo, estaba la confitería Andaluza, a la que iba la gente a comer al estilo de esa tierra, siendo como la continuación de la fama del primer colmado o establecimiento llamado de andaluces, que hubo en Madrid, y muy concurrido a fines del reinado de Fernando VII, que se hallaba a la entrada de la calle de Fuencarral, con el pintoresco título de Delicias de la Bética.

Otro café memorable de la calle de la Montera fue el de la Joven Esmeralda, en el número 18, punto de reunión de la bohemia ingeniosa de mediados del siglo XIX. Y aunque sea por otro concepto, también tiene su lugar en esta relación recordatoria el del Brillante, café de cante flamenco, en aquella época del género en que florecían los otros de Naranjeros, de la Marina y del Imparcial.

Las casas de hospedaje de todo género y los restaurantes baratos daban una nota característica a esta calle pintoresca durante mediados del pasado siglo. Otro aspecto de la calle de la Montera es el de la rememoración de nuestros buenos tiempos coloniales con sus diversos escaparates poblados de grano de café.

La antigua calle de la Montera, la de la barricada del 54, la de la relojería de Losada, la que regaló el reloj del Ministerio de la Gobernación, y la de la casa de Escró con sus muñecas y sus juguetes de lujo, que eran el encanto de los niños ricos y la tristeza de los niños pobres, conserva su importancia de gran cauce urbano.

Lo que era la Red de San Luis presenta hoy opulentos edificios. Y el que sustituye al palacio del marqués de Murillo es mucho más casa de Astrearena que la otra, pues, para apoyo del dichete vulgar, tiene todavía menos fondo y bastante mayor fachada.

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