La calle se llamó anteriormente del Niño y
del Buen Pastor, por una figura que había en el portal de esta calle, conocida
por el Niño de la Guardia, mártir que fue crucificado por unos judíos en el
pueblo toledano de La Guardia en el siglo XV (estudios contemporáneos ponen en
duda tal hecho).
Según otros, la imagen se hallaba en la
capilla de la casa de doña Mariana Romero, situada en esta calle, devota señora
que profesó en el cercano convento de las trinitarias descalzas.
Desde 1848 recibe el nombre actual en
recuerdo del escritor Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, que vivió en el
número 7 de la calle, aunque otros afirman que a pesar de ser propiedad de
Quevedo, éste nunca ocupó la vivienda. No obstante, hay una lápida situada en
la fachada del inmueble que a él le recuerda.
Quevedo no tuvo una vida estable ni domicilio
fijo, pero sí llegó a ser propietario de dos casas en la capital: una en la
calle de la Madera y otra en la antigua calle del Niño, hoy llamada calle de
Quevedo.
En este barrio, poblado por comediantes,
escritores, pintores y escultores decidió Quevedo adquirir su casa. Un barrio
lúdico y animado, con numerosas tabernas, fondas y casas de juego que al
literato le encantaba frecuentar, ya que se trataba de un hombre muy cercano al
pueblo.
En la casa, que se encuentra frente al
convento de las Trinitarias que hace esquina con la calle Lópe de Vega, estuvo
viviendo durante seis años Luis de Góngora, eterno enemigo de Quevedo. La afición de Góngora al juego, y la compra de prebendas y cargos para sus
familiares, le llevaron a la ruina. Quevedo aprovechó entonces dicha
circunstancia para comprar la casa y así poder desahuciarle.
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Dice Pedro de Répide de esta calle:
De la calle de Cervantes a la de Lope de Vega, b. de Cervantes,
d. del Congreso, p. de San Sebastián.
Esta es la calle que se llamó del Niño y también del Buen Pastor.
En la casa que fue de doña Mariana Romero, que
profesó en el convento de las Trinitarias
Descalzas, había una capilla en que
se veneraba una imagen del Niño
de la Guardia. Se le representaba crucificado, vestido
con el hábito trinitario, y era tenido en grande devoción, particularmente por el
beato Simón de Rojas, quien lo visitaba
con frecuencia, y a quien le fue regalada la imagen, que pasó a ser colocada en
una capilla de la Trinidad.
El suceso del Niño de la Guardia, asunto también de uno de los
frescos que decoran el claustro de la catedral de Toledo, aconteció el siglo XV, en el pueblo de aquel nombre, en tierra toledana.
Fue el hecho monstruoso del martirio de una infeliz criatura, en quien unos judaizantes
ejecutaron, punto por punto, la pasión y muerte de Jesucristo.
La calle del Niño ha sido privilegiada con el recuerdo de grandes
ingenios madrileños. En el número 9, donde se halla la casa de «El Magisterio Español»,
estaba la de D. Francisco de Quevedo, y en el número 5 nació D. José Echegaray.
Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas vino al mundo en esta
villa en septiembre de 1580. Fue bautizado en la iglesia parroquial de San Ginés,
y era hijo de nobles padres, D. Pedro Gómez de Quevedo y doña María Santibáñez,
secretario aquél y camarista ésta de la reina doña Ana de Austria, cuarta mujer
de Felipe II. Huérfano por completo, siendo todavía de pocos años, quedó a
cargo de su tutor, el protonotario de Aragón D. Jerónimo de Villanueva, el mismo
que tanto había de figurar en el proceso de las monjas de San Plácido.
En la Universidad de Alcalá estudió Quevedo, graduándose en Teología
a los quince años, y quedando versado en los más varios conocimientos. El famoso
desafío que una noche de Jueves Santo tuvo por defender a una dama, al salir de
la iglesia de San Martín, en Madrid, lance en el que dio muerte a su contrario,
le obligó a abandonar la corte, pasando a Italia, donde aceptó el cargo de secretario
del duque de Osuna, virrey de Nápoles. Allí desarrolló sus altas dotes de político
y luego las de diplomático en la difícil misión que le fue encomendada cerca de
la señoría de Venecia.
Arrastrado en la caída de Osuna, viose perseguido por el que
fue siempre su más terrible enemigo, el conde-duque de Olivares, y sufrió su primera
prisión, primero, en la torre de Juan Abad, de donde era señor, y luego en Villanueva de los Infantes. Vuelto a Madrid,
continuó siendo víctima de la persecución del valido, aunque vuelto momentáneamente
a la gracia del rey le fueron ofrecidas, y quedaron rehusadas, la secretaría de Estado y la Embajada de Génova. Por aquel tiempo casó con
doña Esperanza de Aragón y Cabra, señora
de Cetina; pero no duró mucho tiempo para él tan feliz estado, pues no tardó en
morir su esposa, y poco después atraía sobre si la nueva desgracia de ser preso
una noche al salir del palacio del
duque de Medinaceli, D. Antonio de la Cerda,
y conducido a San Marcos, de León, donde permaneció cuatro años sufriendo
grave enfermedad y toda suerte de tribulaciones.
La caída del conde-duque
pudo ser signo para él de tranquilo vivir; pero sólo duró este
dos años, pues sucumbió a sus achaques el
8 de septiembre de 1645, en
Villanueva de los Infantes, el día mismo en que se conmemoraba la muerte de Santo
Tomás de Villanueva, de quien él escribió admirable biografía.
Es Quevedo uno de los más altos genios de la literatura española.
Polígrafo insigne, su obra alcanza una variedad asombrosa, maravillando en él todos
los aspectos de su entendimiento y de su labor. Místico, político, teólogo, costumbrista
inmortal en "El gran tacaño", lírico diverso lleno de agudeza en sus romances,
y elevado hasta las más altas regiones de la lírica, autor de sonetos soberanos,
entre los que descuella, el dechado de ellos, escribió a la muerte del duque
de Osuna.
Francisco Gómez de Quevedo Villegas y
Santibáñez Cevallos (Madrid, 14 de septiembre de 1580 -Villanueva de los
Infantes, Ciudad Real, 8 de septiembre de 1645), conocido como Francisco de
Quevedo, fue un escritor español del Siglo de Oro. Se trata de uno de los
autores más destacados de la historia de la literatura española y es
especialmente conocido por su obra poética, aunque también escribió obras
narrativas y obras dramáticas.
Ostentó los títulos de señor de La Torre de
Juan Abad y caballero de la Orden de Santiago (su ingreso se hizo oficial el 29
de diciembre de 1617).
Quevedo nació en Madrid en el seno de una familia de
hidalgos provenientes de la aldea de Vejorís (Santiurde de Toranzo), en las
montañas de Cantabria. Fue bautizado en la parroquia de San Ginés el 26 de
septiembre de 1580. Su infancia transcurrió en la Villa y Corte, rodeado de
nobles y potentados, ya que sus padres desempeñaban altos cargos en Palacio. Su
madre, María de Santibáñez, era dama de la reina, y su padre, Pedro Gómez de
Quevedo, era el secretario de la hermana del rey Felipe II, María de Austria.
Huérfano de padre a los seis años, le nombraron por tutor a un pariente lejano,
Agustín de Villanueva. En 1591 falleció su hermano Pedro. Pasó al Colegio
Imperial de la Compañía de Jesús, en lo que hoy es el Instituto de San Isidro
de Madrid, y estudió Teología en Alcalá sin llegar a ordenarse, así como
lenguas antiguas y modernas. Es lugar común que durante la estancia de la Corte
en Valladolid circularon los primeros poemas de Quevedo que imitaban o
parodiaban los de Luis de Góngora bajo seudónimo (Miguel de Musa) o no, y el
poeta cordobés detectó con rapidez al joven que minaba su reputación y ganaba
fama a su costa, de forma que decidió atacarlo con una serie de poemas; Quevedo
le contestó y ese fue el comienzo de una enemistad que no terminó hasta la
muerte del cisne cordobés, quien dejó en estos versos constancia de la deuda que
Quevedo le tenía contraída.
No obstante, voces suficientemente autorizadas como las de
Antonio Carreira o Amelia de Paz dudan de que existiese realmente dicha
enemistad. Sostienen que esas controversias eran ejercicios habituales en la
poesía barroca, que Góngora nunca nombra a Quevedo, que las atribuciones de las
sátiras de uno y otro son dudosas y que, a la muerte de Góngora, Quevedo era un
escritor casi inédito, por lo que tal enemistad nunca pudo existir.
Quevedo también se aproximó a la prosa escribiendo como
juego cortesano, en el que lo más importante era exhibir ingenio, la primera
versión manuscrita de una novela picaresca, La vida del Buscón, y un cierto
número de cortos opúsculos burlescos que le ganaron cierta celebridad entre los
estudiantes y de los que habría de renegar en su edad madura como travesuras de
juventud; igualmente por esas fechas sostiene un muy erudito intercambio
epistolar con el humanista Justo Lipsio, deplorando las guerras que estremecen
Europa, según puede verse en el Epistolario reunido por Luis Astrana Marín. En
1601 fallece su madre, María Santibáñez. Hacia 1604 intenta explorar nuevos
caminos métricos creando un libro de silvas que no terminó, a imitación de las
de Publio Papinio Estacio, combinando versos de siete y once sílabas
libremente; en 1605 fallece su hermana María.
Vuelta la Corte a Madrid, arriba a ella Quevedo en 1606 y
reside allí hasta 1611 entregado a las letras; escribe cuatro de sus Sueños y
diversas sátiras breves en prosa; obras de erudición bíblica como su comentario
Lágrimas de Jeremías castellanas; una defensa de los estudios humanísticos en
España, la España defendida; y una obra política, el Discurso de las privanzas,
así como lírica amorosa y satírica. Se gana la amistad de Félix Lope de Vega
(hay numerosos elogios a Quevedo en los libros de Rimas del Fénix y Quevedo
aprobó las Rimas humanas y divinas, de Tomé Burguillos, heterónimo del Fénix),
así como de Miguel de Cervantes (se le alaba en el Viaje del Parnaso del
alcalaíno y Quevedo corresponde en la Perinola), con quienes estaba en la
Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento; por el contrario, atacó sin
piedad a los dramaturgos Juan Ruiz de Alarcón, cuyos defectos físicos le hacían
gracia (era pelirrojo y jorobado), siendo él mismo deforme, así como Juan Pérez
de Montalbán, hijo de un librero con el que Quevedo tuvo ciertas disputas.
Contra este último escribió La Perinola, cruel sátira de su libro misceláneo
Para todos. Sin embargo, el más atacado sin duda fue Luis de Góngora, al que
dirigió una serie de terribles sátiras acusándole de ser un sacerdote indigno,
homosexual, escritor sucio y oscuro, entregado a la baraja e indecente.
Quevedo, descaradamente, violentaba la relación metiéndose hasta con su aspecto
(como en su sátira A una nariz, en la que se ensaña con el apéndice nasal de
Góngora, pues en la época se creía que el rasgo físico más acusado de los
judíos era ser narigudos). En su descargo, cabe decir que Góngora le
correspondió casi con la misma violencia. Por entonces estrecha una gran
amistad con el grande Pedro Téllez-Girón, el Gran Duque de Osuna, al que
acompañará como secretario a Italia en 1613, desempeñando diversas comisiones
para él que le llevaron a Niza, Venecia y finalmente de vuelta a Madrid, donde
se integrará en el entorno del Duque de Lerma, siempre con el propósito de
conseguir a su amigo el Duque de Osuna el nombramiento de virrey de Nápoles, lo
que al fin logrará en 1616.
Vuelto a Italia de nuevo con el Duque, éste le encargó
dirigir y organizar la Hacienda del Virreinato en Nápoles, desempeñando otras
misiones, algunas relacionadas con el espionaje a la República de Venecia,
aunque no directamente como se ha creído hasta hace poco, y obtiene en
recompensa el hábito de Santiago en 1618.
Caído el grande Osuna, Quevedo es arrastrado también como
uno de sus hombres de confianza y se le destierra en 1620 a la Torre de Juan
Abad (Ciudad Real), cuyo señorío había comprado su madre con todos sus ahorros
para él antes de fallecer. Los vecinos del lugar, sin embargo, no reconocieron
esa compra y Quevedo pleiteará interminablemente con el concejo, si bien el
pleito sólo se resolverá a su favor tras su muerte, en la persona de su
heredero y sobrino Pedro Alderete. Llegado allí a lomos de su jaca «Scoto»,
llamada así por lo sutil que era, como cuenta en un romance, y aislado ya de
las tormentosas intrigas cortesanas, a solas con su conciencia, escribirá
Quevedo algunas de sus mejores poesías, como el soneto «Retirado a la paz de
estos desiertos...» o «Son las torres de Joray...» y hallará consuelo a sus
ambiciones cortesanas y su desgarrón afectivo en la doctrina estoica de Séneca,
cuyas obras estudia y comenta, convirtiéndose en uno de los principales
exponentes del neoestoicismo español. Completa el número de sus Sueños y
redacta tratados políticos como Política de Dios, morales como Virtud militante
y dos sátiras extensas: Discurso de todos los diablos y La hora de todos. Tomó
parte muy activa en la controversia sobre el patronato de España con dos obras:
Memorial por el patronato de Santiago y Su espada por Santiago, 1628. La
cuestión se había suscitado cuando una reforma del Breviario Romano en el siglo
XVII no citó la predicación y enterramiento de Santiago en España, lo que
provocó un cruce de cartas y presiones que duró treinta y dos años hasta
conseguir su revocación; el asunto se reavivó cuando se pretendió otorgar el
patronazgo de España a santa Teresa de Jesús, lo que acabó por convertirse en
una auténtica batalla de intelectuales en pro de una u otro, y Quevedo, se
inclinó por el santo guerrero Santiago.
La entronización de Felipe IV supuso para Quevedo el
levantamiento de su castigo, la vuelta a la política y grandes esperanzas ante
el nuevo valimiento del Conde Duque de Olivares. Quevedo acompaña al joven rey
en viajes a Andalucía y Aragón, algunas de cuyas divertidas incidencias cuenta
en interesantes cartas. Por entonces denuncia sus obras a la Inquisición, ya
que los libreros habían impreso sin su permiso muchas de sus piezas satíricas
que corrían manuscritas haciéndose ricos a su costa. Quevedo quiso asustarlos y
espantarlos de esa manera y preparar el camino a una edición definitiva de sus
obras que nunca llegó a aparecer. Por otro lado, lleva una vida privada algo
desordenada de solterón: fuma mucho, frecuenta las tabernas (Góngora le achaca
ser un borracho consumado y en un poema satírico se le llama don Francisco de
Quebebo) y frecuenta los lupanares, pese a que vive amancebado con una tal
Ledesma. Sin embargo, es nombrado incluso secretario del monarca, en 1632, lo
que supuso la cumbre en su carrera cortesana. Era un puesto sujeto a todo tipo
de presiones: su amigo, el Duque de Medinaceli, es hostigado por su mujer para
que lo obligue a casarse contra su voluntad con doña Esperanza de Mendoza,
señora de Cetina, viuda y con hijos, y el matrimonio, realizado en 1634, apenas
dura tres meses. En contrapartida, son años de una febril actividad creativa.
En 1634 publica La cuna y la sepultura y la traducción de La introducción a la
vida devota de Francisco de Sales; de entre 1633 y 1635 datan obras como De los
remedios de cualquier fortuna, el Epicteto, Virtud militante, Las cuatro
fantasmas, la segunda parte de Política de Dios, la Visita y anatomía de la
cabeza del cardenal Richelieu o la Carta a Luis XIII. En 1635 aparece en
Valencia el más importante de uno de los numerosos libelos destinados a
difamarle, El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de
Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado
en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo
entre los hombres.
En 1639, con motivo de un memorial aparecido bajo la
servilleta del Rey Sacra, católica, real Majestad..., donde se denuncia la
política del Conde-Duque, se le detuvo, se confiscan sus libros y, sin apenas
vestirse, es llevado al frío Convento de San Marcos en León hasta la caída del
valido y su retirada a Loeches en 1643. En el monasterio Quevedo se dedicó a la
lectura, como cuenta en la Carta moral e instructiva, escrita a su amigo, Adán
de la Parra, pintándole por horas su prisión y la vida que en ella hacía:
"Desde las diez a las once rezo algunas devociones, y desde
esta hora a la de las doce leo en buenos y malos autores; porque no hay ningún
libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún
lunar el de mejor nota. Catulo tiene sus errores, Marcus Fabius Quintilianus
sus arrogancias, Cicerón algún absurdo, Séneca bastante confusión; y en fin,
Homero sus cegueras, y el satírico Juvenal sus desbarros; sin que le falten a
Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Ennodio acierto en
algunas comparaciones, y a Aristarco, con ser tan insulsísimo, propiedad en
bastantes ejemplos. De unos y de otros procuro aprovecharme de los malos para
no seguirlos, y de los buenos para procurar imitarlos".
Pero Quevedo había salido ya del encierro, en 1643, achacoso
y muy enfermo, y renuncia a la Corte para retirarse definitivamente en la Torre
de Juan Abad. Es en sus cercanías, y tras escribir en su última carta que «hay
cosas que sólo son un nombre y una figura», fallece en el convento de los
padres dominicos de Villanueva de los Infantes, el 8 de septiembre de 1645. Se
cuenta que su tumba fue profanada días después por un caballero que deseaba
tener las espuelas de oro con que había sido enterrado y que dicho caballero
murió al poco en justo castigo por tal atrevimiento. En 2009, sus restos fueron
identificados en la cripta de Santo Tomás de la iglesia de San Andrés Apóstol
de la misma ciudad.
Sus obras fueron muy mal recogidas y editadas por el
humanista José Antonio González de Salas, quien no tiene empacho en retocar los
textos, en 1648: El Parnaso español, monte en dos cumbres dividido, con las
nueve Musas, pero es la edición más fiable; peor es la edición del sobrino de
Quevedo y destinatario de su herencia, Pedro Alderete, en 1670: Las tres Musas
últimas castellanas; en el siglo XX José Manuel Blecua las ha editado con
rigor.
En 1663 se imprimió la primera biografía de Francisco de
Quevedo, la de Pablo Antonio de Tarsia, abundante en anécdotas; posteriormente
vendrán las de Aureliano Fernández Guerra en el siglo XIX, donde se le pinta
como un hombre de estado, y la de Jauralde Pou (1998) en el siglo XX.
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