viernes, 10 de febrero de 2023

Calle del Príncipe

Calle del Príncipe

La calle del Príncipe une dos de las plazas más bonitas de Madrid, la plaza de Canalejas y la plaza de Santa Ana.

Algunos autores indican que el nombre se debe al príncipe Felipe, futuro Felipe IV aunque la calle ya existía en tiempos de su abuelo Felipe II. Otros dicen que se debe al príncipe de Marruecos Muley Xeque, que al venir a España fue bautizado con el nombre de Felipe de África, siendo conocido como el Príncipe Negro y que vivió en la calle de las Huertas esquina a esta del Príncipe. Sin embargo, la calle se denominó así por el príncipe Felipe II niño que quizá pasara temporadas en el palacio de la noble dama que hacía de aya suya y que estuvo aquí situado.

Durante la Primera República todas las calles cuyos nombres estuviesen relacionados con la monarquía fueron sustituidos por nombre de personajes “afines a la causa". Durante un tiempo la calle del Príncipe se denominó calle de Izquierdo en recuerdo al General Rafael Izquierdo (1820-1882) que después de varios cargos desempeñados en las Antillas regresó a España y sofocó la revolución que estalló en Lérida y Tarragona. Más tarde, durante la Guerra Civil su designación oficial fue calle de Francisco Maciá recuperando en 1939 el tradicional nombre de calle del Príncipe.

En el pasado, esta calle era una de las más elegantes y frecuentadas de la Corte. En ella estuvieron ubicados el Corral de la Pacheca y el Corral del Príncipe, éste último en el lugar donde actualmente se alza el Teatro Español. Auténticos hervideros sociales de la época.

En el edificio que hace esquina con la calle de Manuel Fernández y González vivió en 1588 Prudencia Grillo, una hermosa chica de la alta sociedad, hija del banquero de origen genovés, que se enamoró del alférez Martín de Ávila. Ambos se las prometían felices hasta que él tuvo que partir a la guerra. Un trago especialmente amargo en el momento de la despedida. Él para intentar calmar las lágrimas de su amada le aseguró que si le pasaba algo, su espíritu atravesaría las paredes y, como señal, tiraría uno de los cajones de la cómoda al suelo.

Transcurrieron los meses y Prudencia no tuvo noticias de su pareja hasta que una noche, un extraño presentimiento interrumpió el sueño de la chica. Entonces, una sonora brisa invadió toda la estancia. Ella comprendió al instante lo que aquello significaba. Trató de apartar su mirada pero sus oídos no pudieron evitar escuchar el impacto del cajón contra el suelo. Días más tarde le confirmaban de manera oficial lo que ella ya sabía, Martín había muerto. En ese momento, Prudencia optó por ingresar en el Convento de Santa Isabel y dejar para siempre su vida cortesana.

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Dice Pedro de Répide de esta calle:

Queda fuera de toda duda el que la denominación del Príncipe que ostenta esta vía, una de las más animadas de Madrid, se refiere al príncipe D. Felipe, que había de reinar como segundo de su nombre, fue jurado en San Jerónimo el Real como heredero de los reinos en 1528. Y no tiene relación con ella el príncipe que había de ser Felipe IV, pues en tiempo del padre y del abuelo de éste ya tenía el nombre que sigue ostentando, ni mucho menos el príncipe de Marruecos Muley Xeque, que vino a España y fue bautizado en 1593, siendo llamado D. Felipe de Africa y conocido generalmente como el Príncipe Negro. 

En tiempo de Felipe II existía ya en esa calle el corral de las comedias, que tan famoso había de ser en la historia de nuestro arte dramático, y junto a él la casa donde tuvo su origen la fundación del convento de Santa Isabel. Era ésta la vivienda de una dama llamada doña Prudencia Grilo. Amaba ella a un caballero digno de su afición, y cuando llegaba el plazo señalado para el matrimonio, vióse requerido el novio por la obligación le hacia acudir a bordo de la escuadra que con harta precipitación llamárase Invencible. Al despedirse, dijo a su prometida el caballero: 

-Si he muerto, habréis de saberlo por las señales que os diré. Se moverán los damascos que adornan vuestro aposento, abriránse solas y con estrépito las tapas de vuestra gaveta y descorreránse las cortinas de vuestro lecho. 

Y así fue que un día doña Prudencia vio cómo se movían las telas que tapizaban su estancia, y el bufetillo abríase solo con ruido seco y misterioso, y las cortinas de su cama separábanse como corridas por una mano invisible. Cayó al suelo desvanecida la señora y siguióse la grave enfermedad. Poco después se supo en Madrid el desastre de la armada, y doña Prudencia quiso entonces fundar en la misma casa donde vivía una comunidad de religiosas que tuvieran la advocación de Santa Isabel y la regla de las Agustinas Recoletas. Así fue fundado el convento de Santa Isabel, que luego pasó a la calle que lleva este nombre, desapareciendo de la del Príncipe porque, visitándole la reina doña Margarita, mujer de Felipe III, halló que disipaban en sus devociones a las monjas las músicas que se oían del cercano corral de las comedias. 

El corral de la Pacheca, llamado así por hallarse en la casa de Isabel Pacheco, era contiguo a la casa del doctor Alava de Ibarra, médico de Felipe II, y adquirida en 21 de septiembre de 1582 por las Cofradías de la Pasión y de la Soledad, que habían fundado la Casa de Expósitos y habían de regir el Hospital general. Esas pías instituciones tenían el privilegio de que se diesen a su beneficio las representaciones teatrales en los lugares para ello señalados. En 1568 representaba ya en el corral de la Pacheca el comediante Alonso Velázquez, y cuando se adquirió la casa de Alava hízose de ésta y de la de la Pacheca un solo corral, cuyo solar glorioso es el que había de ver levantarse el teatro del Príncipe. No es posible detallar en un artículo la historia de ese lugar, donde se representaron las comedias de nuestro Siglo de Oro. En tiempo de Felipe IV la sala seguía siendo descubierta, siendo el patio la localidad de los caballeros, teniendo las mujeres acotado su lugar en la cazuela, y alborotando en el resto de ella pueblo y mosqueteros. 

Las gentes de calidad tenían sus aposentos con celosía que daban al patio, y constituyen el origen de los palcos actuales. A principios del siglo XVII adquirióse la casa de la calle del Lobo, accesoria al teatro, y que se conserva ya como en sus tiempos primitivos. 

En 1745 la villa de Madrid edificó, agrandando el local, el teatro del Príncipe. Incendióse el 11 de junio de 1802, y fue reedificado por Villanueva, quedando terminada la obra en 1807. Desde 1783 hasta 1841 este coliseo no fue sólo de verso, sino que se daban también en él representaciones de ópera italiana. Allí se estrenó en Madrid, el 25 de agosto de 1821, la inmortal obra rossiniana «El Barbero de Sevilla», cantada por la gran soprano Lorenza Correa. 

Señalar las fechas en que fueron dadas a conocer las comedias imperecederas de Lope, de Rojas, de Tirso, de Moreto, de Guillén de Castro, de Vélez de Guevara, de Calderón, daría materia para un volumen. El teatro del Príncipe recuerda luego los nombres perdurables de D. Ramón de la Cruz y de Moratín, que allí riñó sus dos más memorables batallas: el estreno de "La comedia nueva o el café" y el de "El sí de las niñas", en plena guerra con los disparates de Comella, y en plena contienda de chorizos y polacos. 

No debe dejar de ser mencionado Gorostiza, que entre Moratín y Bretón de los Herreros, sostiene dignamente el decoro de nuestro Teatro. Y aún después de los primeros éxitos de Bretón, hay que recordar el excepcional de la comedia de magia, arreglada por Grimaldi, "La pata de cabra", que triunfo durante cinco temporadas, desde 1829 hasta 1833. La noche del 1 de marzo 1836 fue la del estreno de "El trovador", de García Gutiérrez, fecha en que el romanticismo español es análoga a la del estreno de "Hernani", de Víctor Hugo en París. El duque de Rivas, Hartzenbusch, Zorrilla y Florentino Sanz sostienen altamente nuestra poesía dramática, que luego decae de Rodríguez Rubí a Eguilaz. En cuanto a Ventura de la Vega, el tiempo ha demostrado que su mejor obra es el haber sido el padre del gran sainetero D. Ricardo. El arte convencional de Ayala y el pseudo-romanticismo y arbitrario teatro de Echegaray brillan en una época de general mal gusto en todas las artes, y con el novecentismo aparece la renovación benaventiana con mejor gusto y algún trasunto de literatura exótica; pero no manteniendo mucho tiempo esa su primera modalidad. Al llegar al antiguo teatro del Príncipe los Quintero, lo hacen, no con sus sainetes excelentes, sino con sus comedias de muy diferente calidad. De la época anterior quedan, con carácter verdaderamente español, el arte fuerte y brioso de Joaquín Dicenta y el de Felíu y Codina. Pero descollando de una manera extraordinaria en nuestro moderno teatro permanece el nombre de D. Benito Pérez Galdós. 

Fue en 1849 cuando el conde de San Luis, después de restaurar el coliseo del Príncipe, le dio el nombre de teatro Español con que ha llegado hasta la fecha. Un año antes, el teatro había servido de baluarte al pueblo de armas, mandado por D. Narciso de la Escosura para rechazar las tropas del Gobierno. En 1873, el Español fue también un refugio revolucionario. Un cabecilla popular, «el Carbonerín», ocupó el pórtico del teatro durante varios días, impidiendo las representaciones teatrales y estableciendo una oficina de alistamiento en el departamento que da a la calle del Prado, cuya casa número 1 tenía, y sigue teniendo en su reedificación, servidumbre de paso para el acceso directo de los reyes a su palco. 

En 1887 dióse por ruinoso el edificio y se dispuso su demolición, que no llegó, sin embargo, a realizarse. Hízose en él una importante obra, que permitió su conservación, y en 1895 abrióse de nuevo con la reforma interior que hicieron María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, dando a la sala el aspecto que conserva y en el que no hay más variación que el haber sido sustituido, sin que se sepa la causa, el elegante telón que entonces pintó Antonio Gomar, reemplazado por otro detestablemente pintado, que representa, aunque mal, una vista del antiguo corral del Príncipe. 

No es posible terminar la referencia al teatro Español sin recordar algunos nombres de los actores que ha pasado por su tradicional escenario. Los primeros nombres legendarios de nuestro arte escénico van ligados al comienzo de la historia del coliseo clásico. Lope de Rueda, el padre del teatro hispano; Pedro Navarro, de quien nos habla Rojas Villandrando en su "Viaje entretenido", y nos hace el elogio Cervantes; Alonso Cisneros, el amigo del príncipe don Carlos, quien le llevaba a representar a Palacio, y porque el cardenal Espinosa le prohibió que fuera, le persiguió por los aposentos del Alcázar puñal en mano; Cristóbal Velázquez, el amigo de Lope y de Cervantes, luego maltratado en un libelo, junto con Elena Osorio, por el Fénix de los Ingenios; Cristóbal de Avendaño, que representó en el Prado ante Felipe IV las dos comedias de Quevedo y de Lope de Vega "Quien más miente, medra más" y "La noche de San Juan", siendo, por cierto, uno de los cinco fundadores de la Cofradía de la Virgen de la Novena; Juan Rana, el mayor gracioso de su tiempo; Alonso de Olmedo, famoso galán; Sebastián de Prado, que cuando la boda de María Teresa con Luis XIV, pasó a París a representar comedias españolas, y Alonso de Morales, célebre tanto por sus méritos de histrión como por estar casado con la hermosa Josefa Vaca. A más de esta, hallamos entre las histrionisas que sobresalieron en aquel tiempo a María de Córdoba, la divina Amarilis, y a Jerónima de Burgos, bienamadas ambas por Lope de Vega; Manuela Escamilla, María Candado y Calderona, cuyos nombres van unidos a la historia amorosa de Felipe IV; María Riquelme, extraordinaria por su arte y por su hermosura, y María de Navas, la actriz protea, como fue llamada, y única que aparece considerable en los días de Carlos II, y después de haber intervenido política adoptando el partido del archiduque contra Felipe V, murió en 1721, cuando nuestro teatro, después de un siglo de esplendor, se hallaba en la más triste decadencia. 

La segunda mitad del siglo XVIII nos da nombres insignes de mujeres, como María Ladvenant, la Caramba, la Tirana y Rita Luna, sin que surja la figura de un gran actor hasta la admirable de Isidoro Maiquez. Entre los fines del XVIII y los comienzos del XIX no puede dejarse de mencionar en la parte de ópera italiana que tuvieron las temporadas del teatro del Príncipe, a dos grandes cantantes españoles: Lorenza Correa y Manuel García, el amigo y colaborador de Rossini. 

El siglo XIX nos da en este teatro nombres sobresalientes de actores: José García Luna, Carlos Latorre, Antonio Guzmán, Julián Romea, José Valero, José Lombía, Mariano Fernández, Joaquín Arjona, Fernando Osorio, Manuel Catalina, Pedro Delgado, Antonio Vico, Rafael Calvo, Miguel Cepillo, Ramón Rosell, Antonio Riquelme, Donato Jiménez, José González, Antonio Perrín, Emilio Mario, Fernando Díaz de Mendoza, Emilio Thuillier, Enrique Borrás, Francisco Morano, Ricardo Calvo. Y el de las actrices Antera y Joaquina Baus, Concepción Rodríguez, Jerónima Llorente, Matilde Díez, Bárbara y Teodora Lamadrid, Elisa Boldún, Balbina Valverde, Pepita Hijosa, Elisa Mendoza Tenorio, María Alvarez Tubau, María Guerrero, Rosario Pino y Carmen Cobeña. 

En la casa contigua al Español, y donde se halla la Contaduría del teatro, estaba el famoso café del Príncipe, llamado el Parnasillo, donde se congregaban todos los ingenios de la  época romántica. 

Otro teatro hay en esta calle. El de la comedia, que fue edificado por el arquitecto Ortiz de Villajos, y se inauguró en 1875 por la compañía de D. Emilio Mario, que permaneció en él durante veinte años hasta que, habiendo servido una temporada para el llamado género chico, Mario fue a trabajar al Español, manifestando que no volvería a aquel escenario de la Comedia, que consideraba profano. Sin embargo, no tardó este teatro en volver a su género, que sigue cultivando, aunque a veces no lo parezca. Y habiéndose incendiado hace años, fue prontamente reconstruido. En él han trabajado desde su inauguración las primeras figuras del arte teatral, y se han estrenado obras famosas, como «Realidad», que fue la primera labor dramática de Galdós: «La Dolores», de Feliú y Codina, y el «Juan José», de Dicenta. Allí se hicieron también las primeras obras de Benavente y de los Quintero, y se dio a conocer el moderno teatro catalán, en el que se descuellan las comedias de Santiago Rusiñol y de Ignacio Iglesias. 

Dos cafés célebres en tiempo de Fernando VII, el de Venecia y el de Sólito, estaban dando a la plaza de Santa Ana. Y como si en esto hubiese también tradición, ha tenido y sigue teniendo colmados famosos. 

El oratorio de San Ignacio, reedificado hace años, perteneció primeramente al Colegio de los Ingleses, que estuvo a cargo de los jesuitas, y habiendo quedado sin destino cuando la expulsión de éstos por Carlos III, la Congregación de los naturales de Vizcaya, que estaba en San Felipe el Real, adquirió esta casa y templo, renovándolos por dentro y por fuera y diciendo la primera misa el 26 de diciembre de 1773. Actualmente pertenece a la Comunidad de San Felipe Neri. 

La casa inmediata, que conserva todo su aspecto secular, ofrece el singular recuerdo de haber sido habitada por Cervantes, y el palacio que enfrente hace esquina a la calle de las Huertas, del estilo característicamente madrileño, como era el de Oñate, y son todavía el de Miraflores, el de Perales y el antiguo de la Torrecilla, donde se halla el café de Madrid, en la calle de Alcalá, es el que fue habitado por el príncipe de Marruecos, D. Felipe de Africa. Adquirido a mediados del siglo XIX por el opulento Manzanedo, duque de Santoña, diéronse en él fiestas suntuosas, a las que asistían los reyes, y se hacía alarde de un fausto extraordinario. En este palacio vivió luego, hasta sus últimos días, D. José Canalejas. 

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