De la calle del Príncipe a la plaza de las Cortes, bs. del Príncipe, de Cañizares y de Cervantes, d. del Congreso, ps. de San Sebastián y de San Jerónimo.
Ocioso es decir que esta calle se llamó así porque conducía desde el interior de la corte al viejo prado de San Jerónimo. Es una calle muy madrileña, en la que, a la entrada de la del León, estaba en el siglo XVII el famoso mentidero de los comediantes. En la calle del Prado, esquina a la del Príncipe, tenía su puesto la famosa Pepa la «Naranjera», que en el Madrid de las postrimerías de Fernando VII alcanzó por sus donaires tanta celebridad como su hermosura. Y en esa calle estuvo el café de Levante cuando ostentaba sobre su puerta la muestra pintada por Alenza.
Las casas de la calle del Prado números 1 y 3 tienen una servidumbre de paso a favor del teatro Español, que ha quedado utilizada para hacer una entrada especial al palco regio. Este fue, en el siglo XVII, según escritura que otorgó el Ayuntamiento el 1 de septiembre de 1631 ante el escribano don Juan Manrique con doña Juana González Carpio, propietaria de la casa número 1, el lugar por donde se entraba a la cazuela de mujeres en el Corral del Príncipe. Y en 1806 fue adquirida la casa contigua, propiedad de doña María Reclusa, para formar la caja de la escalera y paso al aposento del príncipe de la Paz, que es hoy el palco real.
Esquina a la calle del León permanece la casa número 20 tal y cómo se hallaba cuando, al estallar la revolución de julio de 1854, fue saltada por ser la vivienda del conde de San Luis, jefe del Gobierno caído. Sartorius, representación de los polacos, sufrió el desvalijamiento completo de su domicilio, cuyos riquísimos y artísticos enseres ardían en medio de la calle, como al mismo tiempo acontecía con los muebles y maravillas de arte arrancados de la casa de Salamanca, en la callede Cedaceros, y del palacio de la reina madre, en la calla de las Rejas.
En el número 21 existe el edificio del Ateneo de Madrid. Esta Corporación que tan justamente puso en su emblema la lámpara de Palas, fue fundada el 1 de junio de 1820 por un grupo de hombres eminentes. «Sin ilustración pública- decían en el comienzo del reglamento- no hay verdadera libertad.» Y así, aquellos ciudadanos se propusieron «la formación de una Sociedad patriótica y literaria, para la comunicación de las ideas, el cultivo de las letras y de las artes, el estudio de las ciencias exactas, morales y políticas y contribuir, en cuanto estuviese a su alcance, a propagar las luces entre sus conciudadanos». Firmaban el reglamento Castaños, Palanca, Palafox, Flores Calderón, Alcalá Galiano, Ferraz, el duque de Frías y hasta noventa y dos nombres conocidos en las ciencias, las artes o la política.
Instalóse el Ateneo en la calle de Atocha, frente a la de Relatores, y alcanzó tan rápida autoridad, que el Gobierno le encargó varias consultas importantes, entre ellas, un proyecto de Código penal. Pero cayó el régimen constitucional y la reacción absolutista de 1823 persiguió enconadamente al Ateneo, cuyo mobiliario y archivo, en espera de mejores tiempos, recogió D. Pablo Cabrero en su casa de la Platería de Martínez.
Doce años duró aquel oscurecimiento del Ateneo. La muerte de Fernando VII dejó cobrar nuevos alientos al sentimiento liberal, que era el que había de afirmar el Trono de la tierna reina Isabel, y se pudo pensar otra vez en las manifestaciones culturales, ya que parecían pasados para siempre los tiempos de 1824, en que los doctores de la Universidad de Cervera hacían al rey aquella declaración, que decía: «Lejos, muy lejos de nosotros, la peligrosa novedad de discurrir.» Así ocurrió que en la junta extraordinaria que celebró el 31 de octubre de 1835 la Sociedad Económica Matritense acordóse, a propuesta de D. Juan Miguel de los Ríos, gestionar con el Gobierno la restauración del Ateneo. Nombróse una Comisión, formada por Olózaga, el duque de Rivas, Alcalá Galiano, Juan Miguel de los Ríos, López Olavarrieta, Fabra y Mesonero Romanos, la cual consiguió de la reina gobernadora la real orden de 16 de noviembre autorizando la instalación del Ateneo, que diez días después se reunía, en la calle del Prado, esquina a la de San Agustín, casa llamada de Abrantes, y en su planta baja establecimiento tipográfico de D. Tomás Jordán. A esa reunión concurrieron todas las notabilidades de la época: Castaños, Argüelles, Istúriz, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, Martín de los Heros, Donoso Cortés, Fermín Caballero, Pacheco, Vallejo, Lagasca, Nicasio Gallego, Quintana, Gil y Zárate, Ventura de la Vega, Espronceda, Bretón de los Herreros, Larra, Ochoa, Agustín Durán, Revilla, Corradi, el marqués de Molins, los pintores Madrazo, Villaamil y Carderera, los actores Latorre, Romea y Grimaldi, y el músico Masarnau.
Quedó elegida la Junta directiva, y en ella, como presidente, el duque de Rivas; consiliarios, Olózaga y Alcalá Galiano; tesorero, Olavarrieta; contador, Fabra, y secretario, Juan Miguel de los Ríos y Mesonero Romanos. La inauguración oficial se celebró el 6 de diciembre, y, en poco tiempo, las listas de la Sociedad contaban con doscientos noventa y cinco socios, entre los que se hallaban los nombres de los eminentes en todas las manifestaciones de la inteligencia.
Poco después pasó el Ateneo a instalarse, aunque estrechamente, pero no ya de prestado, en el piso principal de la casa frontera, número 27, de donde no tardó en trasladarse a más espacioso domicilio, en la calle de Carretas, número 33, donde pudo establecer cómodamente su biblioteca y salón de lectura, y, sobre todo, lo que había de ser honra y prez de la docta casa: la instauración de la cátedra pública, donde, desde los comienzos, se sostuvieron noblemente las más diversas opiniones, alternando en ellas hombres tan opuestos en ideas como, por ejemplo, Olózaga y D. Fermín Caballero, y Donoso Cortés y el canónigo Santaella. Así nació la honrosa reputación del Ateneo, que mereció ser llamado la Holanda del pensamiento.
A fines de 1837 era presidente de esta Corporación D. Francisco Martínez de la Rosa, quien mudó el Ateneo a otra casa mejor, en la plazuela del Ángel, número 1, de donde fue a la calle de la Montera, número 22, donde había estado el Banco de San Carlos, casa amplia, donde continuó durante muchos años su tradición cultural, y en la que permaneció hasta edificar mansión propia en la calle del Prado.
Esta es la obra de los arquitectos D. Luis Landecho y D. Enrique Fart, y se inauguró el 31 de enero de 1884. Su fachada es estrecha, y en ella sólo hay espacio para la puerta de entrada y un balcón que la domina. Tres medallones ostentan las efigies de Cervantes, Alfonso X y Velázquez. El salón de sesiones es de considerable capacidad, y tiene el techo pintado por Arturo Mélida. Rodea su planta un zócalo coronado por los retratos de varios presidentes del Ateneo. En los departamentos interiores hay pinturas de Lhardy, Monleón, Campuzano, Beruete, Taberner y otros artistas, y en la galería de retratos de socios ilustres hay obras de Espalter, Madrazo, Casado del Alisal, Rosales, Sala y otros célebres pintores.
Gala principalísima del Ateneo de Madrid ha sido siempre su biblioteca, la más nutrida y valiosa de cuantas particulares existen en la capital de España. Siempre recordaremos con devoción la biblioteca del Ateneo, cuando concurríamos a ella en nuestros tiempos mozos y veíamos sus pupitres ocupados por los literatos y pensadores más eminentes. «Clarín» trabajaba constantemente allí; Picón era también muy asiduo, y algunas veces acudía a hojear las últimas revistas y los libros recién llegados Emilia Pardo Bazán. D. Joaquín Costa armonizaba su grandiosa figura con grandes pilas de libros, entre los que aparecía su busto coloso. Azcárate asistía allí con frecuencia, Eusebio Blasco escribía allí muchos de sus artículos. Y a veces, un dependiente de la casa entraba presurosamente a solicitar un determinado volumen. Era para bajarlo a «Cacharrería», donde Echegaray pontificaba y quería reforzar sus argumentos con tal o cual texto que recordaba o le venía a la memoria.
Últimamente había cambiado el aspecto de la biblioteca. Solamente la presencia del venerable Carracido y la de algún que otro escritor contemporáneo podía hacer recordar su antiguo carácter. Había sido necesario sacrificar los dos salones de lectura contiguos para extender indefinidamente el número de pupitres que se poblaban de una muchedumbre de jóvenes, más que estudiosos, estudiantes, quienes iban allí a aprender los apuntes de la carrera o el programa de unas oposiciones. Esto creaba una enorme masa neutra, de apreciables muchachos, que se restituían a sus provincias una vez terminada su lucha por una situación y que quitaban al Ateneo su aspecto de Centro superior, al que antes iba todo el mundo con su carrera concluida y era lugar de reunión de personalidades culminantes.
La voz de los hombres más insignes ha resonado en la cátedra del Ateneo. Allí se han celebrado también actos oficiales. Cánovas del Castillo, que era un hombre de gran talento y cultura, quería mucho a esta Corporación, y eligió su sala de sesiones para que se celebraran en ella las del Congreso Geográfico de 1893, que él hubo de inaugurar y presidir. En el mismo recinto se han representad obras dramáticas de altísimo valor artístico, y ajenas, por lo tanto, al criterio industrial de los empresarios. Así, "Asclepigenia", de D. Juan Valera; "Fedra", de Unamuno, y hasta algún diálogo de Platón.
Allí también D. Segismundo Moret, ya en el ostracismo, pronunció su postrer y memorable discurso con el tema de "José Bonaparte”, arrancando entusiastas aplausos su elocuencia cuando describía el paso del rey fugitivo por la frontera.
El miércoles 20 de febrero de 1924 ha sido clausurado el Ateneo por el Directorio. Su último presidente, que ha permanecido breves días en su puesto al que pudo haber evitado llegar, era D. Armando Palacio Valdés, escritor que vivía en prudente retiro, halagado por la admiración con que se recordaban sus primeras novelas, y que ha turbado con poco acierto la serenidad del fin de su historia.
En la casa número 20 falleció, el 14 de marzo de 1883, un médico famoso, que se distinguió por su fe para propagar y sostener el procedimiento homeopático: D. Joaquín Hysern.
La tradición de la calle del Prado, en punto a cafés, no se detiene en el viejo de Levante. Célebre era el de Venecia, esquina a la calle del Príncipe, que fue como una continuación bajo techado del mentidero de comediantes y bolsa de contratación del histrionaje en los últimos días del reinado de Fernando VII. Otro café de fama fue Eldorado, del que han quedado solamente los billares, y, en fin, esquina a la calle del León permanece el del Prado, uno de los pocos que conservan el antiguo aspecto de esos establecimientos.
En el número 24, antiguo palacio de los condes de San Jorge, se halla instalada la Sociedad de Autores, y en el piso bajo de la ya mencionada casa de Abrantes, esquina a la calle de San Agustín, muy características con sus rejas panzudas, estuvo la redacción de "El Globo", recién fundado por Castelar y dirigido por Alfredo Vicenti, ostentando en la muestra dorada el famoso emblema de la pluma y el lápiz cruzados, porque fue el primer diario que publicó grabados, ornato reservado hasta entonces a las publicaciones quincenales y semanales.
Un aspecto típico de la calle del Prado es el de las tiendas de antigüedades, que abundan en ella especialmente y se extienden por las afluentes, formando así un barrio dedicado en especial a ese comercio. Por interesante paradoja, en esta calle, donde se recogen y valoran las antiguallas, vino a situar su representación el Estado más nuevo de Europa, aniquilador de todo lo viejo, pues en ella se domicilió la Oficina rusa de los Soviets, sustituyendo a la Embajada del imperio de los zares.
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