La calle del León nace en la calle del Prado y desemboca en la
calle de Atocha, en la plaza de Antón Martin.
La calle del León, antes de denominarse así se llamaba calle del
Mentidero pues fue aquí donde estuvo uno de los mentideros más importantes de
la Villa, el de los Cómicos. (Los mentideros eran los puntos de encuentro en
los cuales, durante el Siglo de Oro, la gente de Madrid se reunía para hablar y
conversar de cualquier tema).
La placa cerámica de la calle del León resume perfectamente la
anécdota que originó su nombre. Según cuenta la tradición hubo en esta calle un
indio que tenía un león enjaulado y que, a modo de espectáculo, lo
enseñaba a la gente a un precio de dos maravedíes. La presencia de esta curiosa
atracción terminó por bautizar la calle.
En el número 21 se halla el antiguo palacio del Nuevo Rezado,
actual sede de la Academia de la Historia y en el 27 nació Jacinto Benavente, premio Nobel de literatura en 1904.
La calle tuvo dos populares tertulias, en el café del Prado y la del Zaragoza, uno en cada extremo de la calle.
Los orígenes de este café del Prado (porque antes hubo otros
con el mismo nombre) se remontan a la sexta década del siglo XIX. Alrededor de
1870 un joven Tomás Bretón tocaba allí el violín los domingos, acompañado al
piano por Teobaldo Power Lugo-Viña (compositor de “Cantos Canarios” obra de la
que luego saldría el “Himno de la Comunidad Autónoma de Canarias”). Cierto
domingo los músicos recibieron la visita de un audaz joven de diez años, con
una gran melena y dotado de una prosopopeya asombrosa. El niño se acercó a los
músicos y comenzó a hablar de sus conciertos, de sus triunfos y anunció su
próximo viaje a América. Este muchacho se llamaba Isaac Albéniz Pascual
(1860-1909).
El antiguo café del Prado tenía dos puertas, una por la
calle del León y otra por la del Prado. Decoraba sus techos con pinturas de
pequeños ángeles que realizaban las tareas propias del café y por sus mesas
pasaron: Gustavo Adolfo Bécquer (que escribió aquí parte de sus “Rimas y
Leyendas”), Marcelino Menéndez Pelayo y Santiago Ramón y Cajal, quien gustaba
de ir cada tarde a hora temprana y ocupar en soledad una mesa del fondo, para
escribir la obra “Charlas de café”.
Años más tarde, en la década de los veinte del pasado siglo,
otros jóvenes como Luis Buñuel, Federico García Lorca, Benjamín Jarnés,
Humberto Pérez de la Osa y Rafael Barradas, también hicieron del café del Prado
su lugar de encuentro.
Cuando ya en la última época de este café el actor Manolo
Gómez Bur y el académico Melchor Fernández Almagro asistían a sus tertulias, el
camarero Dionisio, que era toda una institución, siempre contestaba al saludo: “¿Qué hay, Dionisio?” con un “Mucho mal y mal repartido”.
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