lunes, 30 de enero de 2023

Costanilla de San Andrés

Costanilla de San Andrés

La Costanilla de San Andrés (también identificada con la plaza de la Paja como la plazuela de la Costanilla de San Andrés) es una empinada calle en cuesta del Madrid de los Austrias, que sube desde la calle de Segovia, junto a las tapias del jardín del Palacio del Príncipe de Anglona, ensanchándose en el espacio conocido popularmente como plaza de la Paja y llegando luego hasta la plaza de los Carros. Tomó su nombre de la Iglesia de San Andrés, levantada al final de la cuesta en uno de los entornos más castizos y antiguos de la capital española.

Costanilla de San AndrésVarios historiadores (Répide, Peñasco y Cambronero) sitúan en el ensanche de esta costanilla la imprenta del librero Enrique Rubiños, en la rinconada que forma el edificio vecino a la Capilla del Obispo, con la fachada del que fuera Palacio de los Vargas en el siglo XVI. Quizá al hilo de libros, libreros, ilustres palacios y humildes vecinos, Benito Pérez Galdós hizo protagonista de sus novelas —como a muchos otros rincones de su Madrid— a esta empinada costanilla, que ya en el siglo XI había subido en paseo triunfal al rey leonés Alfonso VI, tras rebasar el "portillo del Aguardiente".

Ramón Gómez de la Serna, glosando la historia de la madrileña plaza de la Paja, confiesa su predilección por la tradicional denominación de ese espacio como "Costanilla de San Andrés, por mejor nombre que el vulgarote de plaza de la Paja, (que) fue en su primera etapa cementerio de fundadores, y allí reposó San Isidro, que probó la tierra primera bajo su suelo".

___________________________________________________________

Dice Pedro de Répide:

De la calle de Segovia a la plaza de los Carros, bs. de la Cava y de Alfonso VI, d. de la Latina, p. de San Andrés. 

Pasada la tapia del jardín del palacio de la Romana, esta vía se ensancha formando la legendaria plazuela de la Paja, a la cual daba la magnífica mansión de los Lasso de Castilla, la cual ocupaba el espacio que media entre la calle de los Mancebos y de la Redondilla, y sobre cuyo terreno fueron construidas, en el último tercio del siglo XIX, algunas casas de vecindad. También por esa época desapareció, siendo otra de las victimas de la incomprensión y del verdadero espíritu vandálico que en aquella época hizo perecer en España tanto monumento artístico, un edifico que había esquina a la calle Sin Puertas (hoy Príncipe de Anglona), y que era llamado «palacio de Isabel la Católica». La denominación carecía de exactitud, porque donde aquella reina vivió fue en la frontera casa de los Lasso; pero se trataba de un edificio del siglo XV, con una hermosa portada y una galería de graciosos arcos. 

Por fortuna, consérvanse en lo alto de la plaza las casas de los Vargas y la entrada a la maravillosa capilla del Obispo, aneja a la iglesia de San Andrés; aquella es la cumbre de la primera de las siete colinas, sobre las que, como Roma, fue edificado Madrid. Lugar tan venerable que, aun sin que la religión y el arte le hubiesen aumentado títulos a la pública reverencia, bastara para ilustrarle su prestigio de histórico paraje. 

Ahí, donde los Vargas edificaron su palacio, existía la señorial residencia de aquel Ruy González de Clavijo, que en tiempos de Enrique III fue en embajada desde Castilla al gran Tamerlán, y cuyo viaje fue publicado por Gonzalo Argote de Molina en 1582, y del que aparece como una variante el raro libro titulado «Andanzas de Pedro Tafur». No fue ésta la primera embajada de Enrique de Castilla a Tamerlán, ya que anteriormente le había enviado a Payo Gómez de Soto y Hernán Gómez de Palazuelos, quienes tornaron con dos presentes tan bellos como doña Angelina de Grecia y su hermana doña María, hijas del rey de Hungría, esclavas de Bayaceto y cautivadas por Tamerlán en la batalla de Anguri. Doña Angelina casó en Segovia con el regidor Contreras, y doña María, después de amorosa servitud acabó casándose con Payo Gómez, poco caballeroso en la guarda de la doncella, cuando la trajo de Andalucía a Castilla. 

Pero la embajada más famosa fue la de Ruy González de Clavijo, uno de los más sobresalientes hombres de su siglo. Quien volvió de tan lejanas tierras con fastuosos presentes y el testimonio de la amistad del lejano caudillo asiático hacia el príncipe castellano. 

La plazuela de la Paja, por cuya cuesta subió Alfonso VI cuando entró victorioso en Madrid por el sitio que se llamó del Aguardiente, que hoy lleva el nombre del monarca aquél, se nos aparece como la principal de la villa durante casi toda la Edad Media, hasta que en tiempos de D. Juan II se forma sobre la laguna de Luján la plaza del Arrabal, que luego había de ser la Plaza Mayor de la corte de las Españas. 

Ornato magnífico de la plazuela de la Paja era, como ya se ha dicho, la casa de los Lasso, que comunicaba con la iglesia de San Andrés por un pasadizo volante que los Reyes Católicos mandaron construir para trasladarse a su tribuna en esa iglesia desde su vivienda, que era en esa mansión de los descendientes de D. Pedro I de Castilla. 

La casa de los Lasso, que luego pasó a ser de los duques del Infantado, fue no sólo residencia de los Reyes Católicos, sino luego de D. Fernando y su segunda mujer, doña Germana de Foix; de doña Juana I y de su esposo el archiduque D. Felipe, y después de los regentes del reino, el cardenal Cisneros y el deán de Lovaina, que llego a ser Papa con el nombre de Adriano VI. Allí acudió la Junta de señores a preguntar a Cisneros cuáles eran sus poderes para la gobernación del Estado, y a uno de sus balcones fue al que se asomó el regente, y mostrando la artillería que tenía en la plaza, pronunció la célebre frase: «Esos son mis poderes, y con ellos gobernaré hasta que el príncipe venga.» 

En esa casa y en los tristes días de Felipe III, durante cuyo cuarto año de reinado se había pedido limosna de puerta en puerta para socorrer al rey de dos mundos, que no tenía dinero para pagar los gajes de sus criados, ni para proveer, no era de fiado, al servicio de su mesa, celebróse, sin embargo, con un alarde extraordinario de abundancia, el bautismo de D. Rodrigo Díaz de Vivar y Hurtado de Mendoza, séptimo duque del Infantado, nacido en esta casa, y cristianado el 3 de abril de 1614, en la inmediata parroquia de San Andrés. 

Era ese niño nieto de D. Francisco Gómez de Sandoval, duque de Lerma, valido del rey, y verdaderamente el rey, hasta su caída, en que se libró de morir ajusticiado, por aparecer ante quienes le iban a prender, en la hora de su desdicha política, ostentando la investidura de cardenal de la iglesia romana, con lo que dio motivo para aquel pasquín que decía: 

"El mayor ladrón del mundo,

para no ser degollado, 

se vistió de colorado."  

Asistió el monarca en persona a ser padrino del nieto de su favorito, habiéndose traído a San Andrés, para el bautizo, la pila de Santo Domingo, en la que reciben el primer sacramento las personas reales. Las fiestas que se siguieron fueron de una suntuosidad sin ejemplo, y del festín, en que, después de comer fabulosamente los reyes, cortesanos y servidores de la casa, se dio participación al pueblo y hubo para todos, baste consignar el recuerdo de la trucha colosal, traída de una de las haciendas del duque, y de la que se dijo que pudieron comer cien personas. 

El palacio de los Vargas, cuya fachada se conserva con su paramento de granito, coronada por una galería, cuyos arcos han sido bárbaramente cegados, da entrada por una puerta de artística talla, a la que se sube por doble gradería al claustro, por donde se pasa a la capilla del Obispo. Este palacio fue saqueado cuando el alzamiento de las Comunidades. Y junto a él, formando ángulo en la plazuela, muestra su hermosa fachada, también de berroqueña, el otro palacio que D. Francisco Vargas, el viejo, hizo para su mayorazgo, el primer marqués de San Vicente del Barco, título que actualmente posee la duquesa de Alba, hija del duque de Aliaga, heredero de la casa de Hijar. 

En ese otro hermoso edificio, en el que recientemente se han hecho obras de conservación por el Círculo Católico de Obreros en él instalado, estuvo en la segunda mitad del siglo XIX el café y teatrito de España. En uno de sus pisos habitaba y tenía la oficina de sus fantásticos negocios la famosa doña Baldomera, hija del gran Larra, y que vino a demostrar la justicia con que durante su niñez le concedía los premios de aritmética el Instituto Español, en cuyas clases estudiaba. 

Trataremos ahora de ese admirable monumento que es la capilla del Obispo, también llamada algún tiempo del Cuerpo de San Isidro, y cuya denominación eclesiástica es la de San Juan de Letrán. Sobre su mismo lugar, y comunicándose con la iglesia de San Andrés, por la parte en que entonces estaba el altar mayor, que era donde actualmente el coro, existía una capilla, cuya fundación se supone obra de Alfonso VIII, el de las Navas. Ahí estuvo también el cuerpo de San Isidro, que tan pocas veces gozaba de un descanso continuado en la tierra. 

Fue el licenciado Francisco de Vargas quien en 1520 obtuvo del pontífice León X, para labrar una nueva capilla, el Breve que decía que era por cuanto el licenciado Vargas, considerando la devoción que toda la villa de Madrid y él tenían al bienaventurado Isidro, y que residiendo los reyes de España en este lugar, que es uno de los mayores de ella, era su deseo de edificar una capilla, y hacer de ella un sepulcro magnífico y suntuoso para trasladar el cuerpo del bienaventurado desde la iglesia de San Andrés, donde estaba en un lugar pobre, con el fin de que estuviese más honrado, y para lo cual dotar la capilla de libros, cálices y ornamentos, poner un capellán mayor y otros menores, siendo patrón él y sus descendientes. 

Habiendo fallecido el licenciado en 1524, la continuó y concluyó en 1535 su hijo D. Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo de Plasencia, dotándola de un capellán mayor y doce menores, sacristanes, acólitos, organistas y otros servidores. Entonces fue colocado en ella el cuerpo del santo labrador con grandes honores; pero sólo estuvo aquí veinticuatro años, pues luego se levantaron varias diferencias entre el cura y los beneficiados de la parroquia con los nuevos capellanes sobre que se impedían celebrar los divinos oficios los unos a los otros, por lo que fue necesario que el arzobispo de Toledo, D. Juan de Tavera, mandase volver el cuerpo a la parroquia, y que se cerrase con pared gruesa la puerta que desde esta capilla salía a la mayor de la iglesia. 

Sacando el santo, quedó la capilla independiente de la parroquia, con puerta propia; tomó el nombre de san Juan de Letrán, y continuó con sus capellanes, haciendo los oficios divinos y otros ejercicios del culto, quedando con muchas indulgencias y privilegios, pudiendo sus capellanes usar cruz y campanas. El Patronato, como ya queda dicho, por sucesión de los Vargas se perpetuó en los duques de Hijar, como marqueses de San Vicente del Barco. 

La capilla del Obispo es una de las más bellas obras de arte que conservamos en Madrid. Aquí, donde del estilo ojival no nos queda más muestra que la portada de la Latina, obra del moro Hazan, en mal hora y sin necesidad privada de su sitio, y, por fortuna, conservada en los Almacenes de la Villa, y la iglesia de San Jerónimo el Real, obra probablemente de Enrique Egea, famoso arquitecto de los Reyes Católicos, tenemos una magnífica muestra de ese estilo en la traza de esta capilla, tan hermosa en sus líneas generales que en vano tratan de afearla un impropio revoco y el dorado de las aristas y el entarimado vulgar donde debiera hallarse el pavimento de granito o de mármol. 

Pero, a pesar de la manera gótica de su arquitectura, el carácter de esta capilla es propiamente del Renacimiento de cuyo arte es una manifestación ejemplar. Así son el admirable retablo, los sepulcros de los fundadores, el maravilloso de su hijo, la talla de sus puertas y la soberbia elegancia de sus tapices. 

El retablo se compone de cuatro cuerpos, decorados con columnas pequeñas, entre las que primorosos bajorrelieves expresan diversos pasajes y misterios de la Vida y Muerte de Jesucristo. En él vemos el Nacimiento, la Adoración, la Circuncisión, Cristo en la columna, el paso por la calle de la Amargura, y, sobre todo, el entierro del Crucificado, que es el más considerable de todos estos grupos. Hay además varias estatuas de buen tamaño en los nichos centrales, y por los diferentes cuerpos quedan distribuidas otras más pequeñas, de profetas, apóstoles y evangelistas. Esta grandiosa obra, que merece ser vista varias veces para que el visitante se penetre detalladamente de toda su importancia, es obra de Francisco Giralte, que vino a Madrid para llevar a cabo tan magnífica obra, edificando sus casas y taller en la carrera de San Francisco, donde murió, y las que hubo de comprar Pompeyo Leoni, otro artista excelso en aquella época felicísima y gloriosa para las artes y las letras. 

Sábese de Giralte que era vecino de Palencia cuando fue a Valladolid y tuvo pleito con Juan de Juni sobre la ejecución del retablo de la Antigua, y en el primer escrito de ese litigio declara diciendo que es "extranjero oficial ocupado, y no se puede detener allí". Consta que vivió en Italia, y que en ese país aprendió el arte de la escultura. Casó en Palencia con Isabel del Castillo, viuda de Luis de Cortés, que tenía un hijo de su primer matrimonio, al cual Giralte quería tanto que le dio su apellido y fue conocido por Jerónimo Giralte. Él, a su vez, tuvo en Isabel otro hijo que llevó su mismo nombre. 

Obras importantes de Giralte eran ya el retablo del monasterio de Valbuena y el de la capilla de Corral en la iglesia de la Magdalena, de Valladolid. Suyo es el admirable retablo de San Eutropio, en El Espinar, para cubrir el cual pintó una gran cortina Alonso Sánchez Coello. Hizo otro también para la iglesia de Pozuelo y dejó también labor en la de San Juan de Ocaña. Parte de la sillería del coro de la catedral de Toledo es de mano de Giralte, que trabajó en ella con Berruguete. Y la primera labor que para Madrid terminó Giralte fue un cartón que dio al platero Villegas para una mesa de plata, muy profusamente labrada. 

Giralte, que permaneció a morar de por vida en Madrid, no sólo tuvo propias sus casas de junto a los Niños de la Doctrina, por ante la carrera de San Francisco, sino que poseía unas fincas, como se ve por la escritura que el mismo año de su muerte (1576) hubo de otorgar, y dice así: "Concierto entre Francisco Giralte, estante en corte, y Lorenzo Granito, sobre la venta de una tierra que Giralte tiene en el término de esta villa, donde dicen el Barquillo, de cuatro fanegas de sembradura, al precio que tasaren peritos." 

Su testamento, otorgado en Madrid el 26 de marzo del mismo año 1576, refiere entre otras disposiciones acerca de sus bienes, pago de deudas, detalles curiosos respecto del entierro que deseaba. Manda que se le vista con la túnica de la Vera Cruz, de que es cofrade, y que le lleven a sepultar el cura y beneficiado y mayordomo de San Andrés, con la cruz de la iglesia y seis pobres con hachas encendidas. Manda que acudan el cabildo y la cofradía del Santísimo Sacramento de dicha iglesia y los Niños de la Doctrina, señalando las limosnas oportunas y puntualizando otras disposiciones acerca de las mismas y honras fúnebres, así del momento de su entierro como de cabo de año. 

Habla de su sepultura, que se halla, según dice, en el coro, y dice que esta y otra que está cerca de la puerta de los padres, se la dieron a cambio de las que tenía donde se suele poner el púlpito (que, por lo visto, era portátil), y manda que, estando en ellas los huesos de su padre, de Isabel del Castillo, su mujer, y de sus hijos, se les pase a la tumba donde ha de ser sepultado. 

Lo más interesante de este testamento es el nombramiento de albacea a favor de Francisco Álvarez, el famoso platero que labró en 1568 la custodia que es propiedad de la villa de Madrid y se conserva en el Ayuntamiento. Ligábale Giralte con Álvarez una estrecha amistad, aquí ocurre pensar que no tenía nada de extraño que Giralte, de quien ya sabemos que dio platero Villegas el diseño para una mesa plata, fuese quien diseñara esa admirable custodia madrileña, cuya elegante traza renacentista bien puede ser del autor del retablo de la capilla del Obispo y del sepulcro de D. Gutierre Vargas y Carvajal. 

Por testimonio del hijo de Francisco Álvarez sabemos luego el lugar donde se efectuó el enterramiento de Giralte, que no fue en el coro, como él decía, sino junto a las gradas del altar mayor, donde le vio sepultar este testigo presencial. En ese paraje de la vecina iglesia de San Andrés reposan las cenizas de aquel singular artífice, rival de Juan de Juni y compañero de Berruguete, que trajo de Italia la maravilla de su arte. 

Obra exclusiva de Berruguete creyóse algún tiempo que eran las esculturas de la capilla del Obispo; pero está comprobado que son labor de Giralte, aunque es verosímil que le ayudase Berruguete en esta empresa, así como él había hecho con Berruguete en la sillería de la catedral toledana. 

Francisco Giralte hizo escritura con Juan de Villaldo, de la que salió fiador Francisco de Villalpando, arquitecto, vecino de Palencia y residente también en Toledo, sobre los paños que el dicho Villaldo había de hacer de claro y oscuro, pintados de aguazo, a fin de colgarlos en el altar, paredes y techo de la capilla, desde la Semana de Pasión hasta la de Pascua, representando pasajes bíblicos, y para el coro uno con el Juicio Final, los cuales se obligó Villaldo a dar concluidos de 12 de agosto de 1547 a 10 de marzo de 1548. Estos lienzos a que se obligaba el pintor habían de ser cinco paños con nueve historias cada uno, al modo de la de Adán y Eva, que presentó de muestra, y son los que todavía durante la Semana Santa sirven de paramento a las paredes del claustro. 

Por otra escritura otorgada en Toledo a 27 de julio de 1551, ante Lorenzo de Ibarra, se obligaron como fiadores Francisco de Villalpando y Francisco Giralte de que Villaldo daría concluido, como tenía prometido y con las circunstancias que constaban en otro documento inserto, dentro de año y medio, el retablo mayor de dicha capilla, por 590.000 maravedises en distintas pagas. Pero entendiéndose que este trabajo era para el dorado y estofado, pues el de la escultura era ministerio de Giralte. 

A éste debemos, pues, esa extraordinaria obra de arte que permanece casi ignorada para muchos, y aun de los que se tienen por artistas o versados en materia de arte. Obra de Giralte es también la talla de esas puertas, que sin la profusión ornamental de las famosas del baptisterio de Florencia quedan como singularisima muestra de la elegancia artística de un interesantísimo período. 

Un medio punto, seccionado por la abertura de los batientes, corona el dibujo de estas puertas, sellándole en sus vértices superiores dos medallones, con un busto de mujer el de la izquierda y con un guerrero el de la derecha. El sector siniestro del arco ostenta la figura del ángel que arroja del Paraíso a Adán y Eva, y el diestro muestra a la primera figura humana huyendo del jardín paradisíaco. En vez de la hoja de parra, el escultor utiliza para cubrir las pudibundeces de las figuras una planta que, elevando su tallo entre ellas, dirige una de sus largas hojas hacia Eva y otra hacia Adán.  

Seis cuarterones forman una línea entre ese medio punto y los cuadros principales, de los seis forman dos medallones los de los extremos, uno de cabeza masculina y el otro femenina; otros dos, el blasón repetido del obispo Don Gutierre, y los restantes, que vienen a juntarse, el arcángel San Gabriel y la Virgen bajo una especie de trono recibiendo la Anunciación. Luego, en los dos cuadros principales, hallamos el de la hoja izquierda, en donde vemos al cielo, mientras en el llano luchan los hebreos, que ya llegan a la tierra de promisión, y en el de la derecha, desconcierta un poco al observador ver sobre el motivo bíblico y heroico, representado también con atavío caballeresco, las horcas de las que penden unos ahorcados, y más allá los muros de una ciudad sobre la cual puso el autor el claro y castellano nombre Maceda. Sin embargo, lo que aquí se representa es Josué deteniendo el Sol. 

Ambos cuadros están maravillosamente dibujados y tallados, con un vigor y una justeza en el movimiento verdaderamente admirables. Abajo hallamos, a un lado, un busto de Judit que blande todavía la espada con que acaba de salvar a Betulia, y con la otra mano sujeta la cabeza de Holofernes. Al otro lado, el tema príncipe del motivo ornamental es puramente pagano, y en él dos sátiros, cuyos pies no son capriformes, sino que se resuelven en hojas de acanto, sostienen entre las manos una copa cubierta de la que arranca un esbelto ramaje que remata en el busto de un ángel. 

Menos importante que la obra escultórica, pero también considerable, era el acervo pictórico que contribuía al enriquecimiento de esta capilla. Juan de Villaldo, el decorador del retablo y pintor de los tapices, pintó también para esta capilla dos cuadros, representando el bautismo de Cristo y San Juan Bautista en el martirio. Eugenio Caxes pintó también para aquí un San Francisco de Asís sostenido por dos ángeles, obra considerada como de lo mejor de aquel eminente pintor madrileño. 

Quédanos hacer referencia a los tres sepulcros monumentales que adornan la capilla. Al lado del Evangelio vemos el enterramiento del fundador de ella, cuyo epitafio dice: "Aquí está el muy magnífico señor licenciado Francisco Vargas. Partió desta peregrinación con la esperanza católica que debía esperar la resurrección de su carne, y aquí fue depositado hasta el juicio final. -Año de MDXXIV." 

Al lado de la Epístola se halla el de su esposa, con este eptiafio: "Aquí está sepultada la muy magnífica señora doña Inés de Cavarjal, mujer que fue del muy magnífico señor licenciado Francisco de Vargas. Partió desta peregrinación con la esperanza católica que debió esperar la resurrección de su cuerpo, que aquí fue depositado hasta el juicio final. -Año del Señor, de MDXVIII." 

Por cierto que Gil González Dávila, en su "Teatro de las grandezas de la villa de Madrid", y Jerónimo de Quintana, que le copió el error en su "Historia de la nobleza y grandeza de la villa de Madrid", ponen la fecha de la muerte de Vargas en 1518, que es el del fallecimiento de su mujer. 

Otros historiadores, y el propio Mesonero Romanos, incurren en el error de creer que este Francisco de Vargas era el mismo alcaide del alcázar cuando las Comunidades y marido de doña María Lago, la defensora de aquella fortaleza. Pero el Francisco de Vargas que fue alcaide del alcázar, después de haber sido paje de la reina Isabel la Católica y del infante Don Juan, veedor general de la gente de guerra, copero del infante D. Fernando en 1510 y luego regidor de la villa, no era sino sobrino de éste que vemos aquí enterrado e hijo de su hermano Diego de Vargas, que fue también regidor de Madrid y casó con doña Constanza Vivero. 

El Francisco de Vargas, fundador de la capilla, es aquel magistrado de los Reyes Católicos, tan diestro en la formación de las causas que dio origen al dicho de "Averigüelo Vargas", por ser frase con que los reyes se remitían a él en todos los asuntos que requiriesen un especial cuidado. Opulento y magnífico, de su calidad nos da idea no sólo ese palacio que habitaba y la suntuosidad de ese templo que mandó hacer, sino el recordar que suya era, y a su familia siguió perteneciendo, hasta que fue comprada por la Corona, una posesión tan espléndida como la Casa de Campo. En su puerta se conservaron las armas de los Vargas, y como un cortesano le dijese luego a Felipe II que eso le extrañaba, hubo de contestar el monarca: "Dejadlas, que las armas de vasallos tan leales bien parecen en la casa de los grandes." 

Dejó Francisco de Vargas dos mayorazgos, uno para su primogénito D. Diego, que es el tronco de la casa de los marqueses de San Vicente del Barco, y otra para D. Francisco Camargo, también hijo suyo. Después quedaron el Obispo Don Gutierre, que siendo todavía niño había recibido de Carlos I la abadía de Santa Leocadía, de Toledo, en 1519; el licenciado Juan Vargas y doña Catalina, dama de la reina. 

El más bello de los mausoleos de la capilla es el que guarda los restos del prelado que da nombre al templo. He aquí la inscripción, que nos avisa de quién es el personaje sepultado: «Aquí yace la buena memoria del ilustrísimo y reverendísimo señor don Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo que fue de Plasencia, hijo segundo de los señores el licenciado Francisco de Vargas, del Consejo de los Reyes Católicos y reina doña Juana, y doña Inés de Carvajal, sus padres. Reedificó y dotó esta capilla a honra y gloria de Dios, con un capellán mayor y doce capellanes. Pasó de esta vida a la eterna el año de 1566.» 

Compónese el sepulcro de un gran nicho de medio punto, con el arco artesonado, y en el fondo un bajorrelieve que representa la oración del Huerto. La estatua orante del prelado aparece sobre una gradería cubierta en parte por una alfombra, y en actitud de rezar hacia el altar mayor, teniendo delante de sí un reclinatorio con un libro. Detrás, y al pie de las gradas, se ven las figuras en pie del licenciado Barragán, capellán mayor de esta capilla, y otros dos clérigos, de los coadjutores de la misma. El primero tiene en sus manos, con un paño, la mitra. Y los tres se hallan revestidos con sobrepellices, alumbrando el más próximo al obispo la oración de éste con un cirio en un candelero. 

Las columnas del templete son jónicas y en el cuerpo mayor se abren tres hornacinas, ostentándose en la del centro una figura varonil, y a los lados un ángel con una mitra en las manos y otro con un espejo, que debe ser el de la fe o el de la verdad, ya que los artistas del Renacimiento mezclaban los símbolos paganos con los del cristianismo. Otras alegorías marcadamente gentílicas completan esta hermosa composición, que alegran, singularmente en el basamento, las efigies de los niños músicos y cantores. 

Entre ellos dice una tradición que se halla Rodrigo de Guevara. Era este el hijo de Chopa, dueño de la huerta que dio nombre a la calle así llamada. El niño Rodrigo, que asistía al Estudio de la Villa y concurría al aula del maestro Juan López de Hoyos al mismo tiempo que Miguel de Cervantes, era también niño de coro de esta capilla del Obispo. 

Adoleció Rodrigo de mal de viruelas y fue llevado al Hospital de San Lázaro, en el Altozano, es decir, al lado de la cuesta de Ramón, sobre la calle de Segovia. Allí iba a verle su condiscípulo Miguel, y como Rodrigo le dijese: «No te acerques a mí, Miguel, que hanse de ir a ti mis viruelas», Cervantes le contestaba: «Pobre soy como tú; en este Hospital estaremos.» Convaleció el niño músico y volvió a cantar en la capilla. Y decíase que su imagen era una de las representadas en el sepulcro de Don Gutierre, la segunda del grupo de la izquierda, en este enterramiento, ejemplar extraordinario entre los más hermosos de su estilo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario