viernes, 27 de enero de 2023

Calle de Santa Clara


Calle de Santa Clara

La calle de Santa Clara va de la plaza de Santiago a la calle de Vergara.

La calle toma el nombre por el monasterio de la Visitación de Nuestra Señora de Monjas Franciscanas, vulgarmente llamado de Santa Clara que estuvo en este lugar hasta que fue derribado por orden de José I.
Lo fundó doña Catalina Núñez, mujer de Alfonso Alvarez de Toledo, tesorero del rey Enrique IV y contador mayor de Castilla en tiempo de los Reyes Católicos, edificado aquí con la licencia del Pontífice Paulo II en 1470.

En las casas contiguas al convento, pertenecientes también al tesorero del rey, Alfonso Alvarez de Toledo, se alojó en ocasiones el propio rey y anteriormente su padre, Juan II. Se sabe además que en 1435 se hospedó en ellas el condestable don Álvaro de Luna, a la sazón, maestre de la orden de Santiago. Cuenta Mesonero que allí nacería su hijo Juan, señor del Infantado “siendo sus padrinos el rey y la reina que regalaron a la parida, doña Juana de Pimentel, un rubí de valor de mil doblas e hicieron celebrar grandes festejos por este motivo”. Deliciosa la prosa de don Ramón para cerrar esta referencia sin olvidar decir que en la propia calle hay una placa donde se hace mención a estos visitantes y otro no menos famoso y tracendente para la historia de España, don Enrique de Trastamara.

La tradición dice que quince días antes de la boda, las amigas de la novia deben llevar una docena de huevos a Santa Clara para que el día de la boda haga buen tiempo.

Esta tradición de los huevos a Santa Clara no se sabe muy bien de dónde viene, pero es algo con lo que hemos crecido y que todo el mundo conoce.

Hace años las monjas Clarisas, con los huevos de las ofrendas de las novias, elaboraban pastas y dulces artesanos que posteriormente vendían. Pero de unos años aquí, se han disparado tanto las ofrendas de huevos a Santa Clara, que en algunos conventos te decían que no a los huevos. Parece que la normalidad se ha retomado en el sector y ya todas las Clarisas vuelven a recoger las ofrendas, lo cual es genial, porque las Clarisas siguen haciendo esos maravillosos dulces y las novias tranquilas porque ya han hecho todo lo que está en su mano para asegurarse el buen tiempo en su boda.

En el número 3 de esta calle una placa recuerda la casa donde vivía y se suicida Mariano José de Larra Aquella en la mañana del 13 de febrero de 1837, a los 27 años de edad.
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Dice Pedro de Répide de esta calle:

De la plaza de Santiago a la calle de Vergara, b. del Espejo, d. de Palacio, p. de Santiago. 

Llamóse antes calle Ancha de Santa Clara, y así fue hasta que los derribos ordenados por José Bonaparte variaron su alineación final e hicieron desaparecer la angosta del mismo nombre. 

Toma su nombre del monasterio de la Visitación de Nuestra Señora de Monjas Franciscanas, que vulgarmente era llamado de Santa Clara. Lo fundó doña Catalina Núñez, mujer de Alonso Álvarez de Toledo, tesorero del rey D. Enrique IV y contador mayor de Castilla en tiempo de los Reyes Católicos. Quiso aquella dama, al quedar viuda, retirarse de las vanidades del Mundo, y, para poder hacerlo mejor, decidió instituir ese convento, comunicando su intento con el padre fray Alonso de Alcalá, custodio y comisario del vicario provincial de Castilla. Quedó pronto acabado el edificio, y obtuvose la licencia para establecer la comunidad, concedida por el Pontífice Paulo II, el año 1470. 

Fue enterrada la fundadora en la capilla mayor, y su epitafio decía de este modo: «Aquí yace la notable señora doña Catalina Núñez de Toledo, mujer que fue de Alonso Álvarez de Toledo, contador mayor de Castilla. Finó año de mil y cuatrocientos y setenta y dos.»

Venerábase en la iglesia de ese monasterio una imagen de la Virgen llamada de la Consolación, y dentro de la clausura había un famoso crucifijo con Santa María y San Juan a los lados, y a los pies de la Magdalena. Escultura de grande antigüedad y de tamaño semejante al de Burgos. Contábase de él muchos prodigios, y entre las maravillas que había obrado, la de una religiosa, gran sierva de Dios, tan devota de esta efigie, que siempre la estaba acompañando, en el momento en que fue a morir, sudó el cuerpo del Cristo de tal manera que se recogió el sudor en una patena, y entraron a verlo personas particulares para que pudiesen dar fe de ello. 

Otra religiosa, siendo novicia y sintiendo vacilar su vocación, determinóse a no profesar, y concertó que una tarde la llevasen a casa de su familia. Y era tradición que, saliendo del coro, puso los ojos en ese Cristo, y hallóle tan severo y con aspecto tan enojado, que sintió espanto de lo que pensaba hacer, y habiendo hecho propósito de no abandonar el convento, volvió a mirar a la imagen y le halló expresión tan amorosa y benigna, que en aquel instante se sintió animada del deseo de ir delante del Santísimo Sacramento y hacer en su presencia los votos antes de que llegase el tiempo para profesar. 

Eran infinitos los devotos de esa imagen, y continuamente enviaban paños para tocarlos en ella, y se buscaba agua para pasarla por sus pies, y con eso y medidas de su cuerpo o cabeza contábase que se producían portentos. 

Como ya se dijo, el convento fue demolido en tiempo de los franceses. Las monjas se trasladaron al de la Latina, y después quedaron habilitadas para ellas unas casas en la Carrera de San Francisco, donde residieron hasta que fue convertido en residencia monástica el palacio del duque de Montemar, en la calle Ancha de San Bernardo, del que salieron para ir al convento de Santa Clara, de Ciempozuelos, volviendo a Madrid, incorporadas al monasterio de Comendadoras de Calatrava, y aunque reclamaron su anterior vivienda de la calle Ancha, no se les devolvió por estar allí instalada ya la Escuela Normal. 

En el número 2 de la calle de Santa Clara establecióse el Colegio de Farmacéuticos, fundado a mediados del siglo XVIII en la calle de Fúcar, habiendo sido en sus principios una hermandad con el título de San Cosme y San Damián. 

En el número 3 hay una lápida, colocada el 24 de marzo de 1909, centenario del nacimiento de D. Mariano José de Larra, el gran «Fígaro», que en el piso segundo de esa casa se suicidó el 13 de febrero de 1837. 

En la misma casa murió, a 4 de febrero de 1875, D. Narciso de la Escosura. Esa casa fue también muy conocida durante todo el siglo XIX, por estar los famosos baños de la Estrella, fundados por D. Francisco Travesedo, el año 1831. 

Santa Clara de Asís (en italiano: Chiara d'Assisi; Asís, Italia, 16 de julio de 1194 – ídem, 11 de agosto de 1253), religiosa y santa italiana. Seguidora fiel de san Francisco de Asís, con el que fundó la segunda orden franciscana o de hermanas clarisas, Clara se preciaba de llamarse “humilde planta del bienaventurado Padre Francisco”. Después de abandonar su antigua vida de noble, se estableció en el monasterio de San Damiano hasta su muerte.

Clara fue la primera y única mujer en escribir una regla de vida religiosa para mujeres. En su contenido y en su estructura se aleja de las tradicionales reglas monásticas. Sus restos mortales descansan en la cripta de la Basílica de santa Clara de Asís.

Fue canonizada un año después de su fallecimiento, por el papa Alejandro IV.

Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 16 de julio. Hija mayor del matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, la cual era descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi. Ambas familias pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís, Favorino tenía el título de Conde de Sasso–Rosso. Clara tenía cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.

Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y era devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y Tierra Santa. Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo entero, y fue por eso que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual encierra dos significados, resplandeciente y célebre.

La niña Clara creció en el palacio fortificado de la familia, cerca de la Puerta Vieja. Se dice que desde su más corta edad sobresalió en virtud, se mortificaba duramente usando ásperos cilicios de cerdas y rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas para contarlas.

Cuando cumplió los 15 años, sus padres la prometieron en matrimonio a un joven de la nobleza, a lo que ella se resistió respondiendo que se había consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno.

Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino y comprendió que el modo de vida observada por el Santo era el que a ella le señalaba el Señor.

Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el camino a sus deseos. Así un día acompañada de una de sus parientes, a quien la tradición atribuye el nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro». Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara.

La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de su casa y se encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes menores con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre». Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los Hermanos Menores.

Clara prometió obedecer a san Francisco en todo. Luego, fue trasladada al convento de las benedictinas de San Pablo.

Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a su casa, se trasladó a la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes.

Seis o diez días después de la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también a la iglesia de San Ángel a compartir con su hermana el mismo régimen de vida. Más tarde fue a reunírseles su otra hermana, Beatriz, y ya en san Damián, unos años más tarde, Ortolana, su madre.

Clara e Inés pronto abandonaron el beaterio de San Ángel. Así Francisco habló con los camaldulenses del monte Subasio, que antes habían donado a la nueva Orden la Porciúncula, los cuales le ofrecieron cederles la iglesia de San Damián y la casa anexa, que serían desde ese momento la casa de Clara durante 41 años hasta su muerte.

En aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración, de trabajo, de pobreza y de alegría, virtudes del carisma franciscano. Por esa fecha el estilo de vida de Clara y sus hermanas llamó fuertemente la atención y el movimiento creció rápidamente. La condición requerida para admitir una postulante en San Damián era la misma que pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.

El convento no podía recibir donación alguna, pero debía permanecer inquebrantable para siempre. Los medios de vida de las monjas eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro otras iban a mendigar de puerta en puerta. Clara, cuando las hermanas volvían de mendigar, las abrazaba y las besaba en los pies.

San Francisco escribió poco después la norma de vida para las hermanas y, por medio del Santo, obtuvieron del papa Inocencio III la confirmación de esta regla en 1215, pues ese año, por orden expresa de Francisco, aceptó Clara el título de abadesa de San Damián. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes, pero después que el Papa les aprobó la regla, las monjas debían de tener una superiora que las gobernase.

Clara, a pesar de ser superiora, tenía la costumbre de servir la mesa y brindar agua a las religiosas para que lavasen sus manos, y cuidaba solícitamente de ellas. Cuentan que se levantaba todas las noches a verificar si alguna religiosa estaba destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián y Clara los sanaba con sus cuidados.

Ni aún estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así se dedicaba a bordar corporales, en la misma cama, que mandaba a las iglesias pobres de las montañas del valle.

Así como en el trabajo era ejemplo para las religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas, último oficio del día, permanecía largo rato sola, en la iglesia ante el Crucifijo que habló a San Francisco. Allí rezaba el “Oficio de la Cruz”, que había compuesto Francisco. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, para levantar a las hermanas, encender las lámparas y tocar la campana para la misa primera.

Según la leyenda, una vez fue el Papa a San Damián; Santa Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en ellas, para que el Santo padre lo bendijera. El Papa pidió a la santa que fuera ella quien lo hiciera, a lo que Clara se opuso rotundamente. El Papa la instó por santa obediencia a que hiciera la señal de la cruz sobre los panes y los bendijera en el nombre de Dios. Santa Clara, como verdadera hija de obediencia, bendijo muy devotamente aquellos panes con la señal de la cruz, y al instante apareció en todos los panes la señal de la cruz.

Su cama, en los inicios, eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y un áspero cojín; por orden de Francisco se redujo a dormir después en un jergón de paja.

En los ayunos de Adviento, Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y solo con pan y agua. Para reemplazar la mortificación corporal observó por largo tiempo la práctica de usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia dentro.

Estando una vez Clara gravemente enferma en la solemnidad de la Natividad de Cristo, fue transportada milagrosamente a la iglesia de San Francisco y así pudo asistir a todo el oficio de los maitines y de la misa de medianoche, y además pudo recibir la sagrada comunión; después fue llevada de nuevo a su cama.

Clara, ante Francisco, se manifestaba débil y necesitaba consuelo y aliento pero en medio de sus hermanas era la madre revestida de fortaleza para defenderlas y protegerlas.

Federico II mantenía una guerra contra el Papa y lanzó a los Estados Pontificios arqueros mahometanos, sobre los que no tenían ningún poder las excomuniones del Papa. En 1230, desde la cima de la fortaleza de Nocera, a corta distancia de Asís, los sarracenos cayeron sobre el valle de Espoleto y fueron a embestir el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el monasterio significaba para las monjas no solo la muerte, sino probablemente la violación. Todas, asustadas, se acogieron en torno a Clara, quien se encontraba postrada en la cama debido a una gravísima enfermedad. Ella se hizo trasladar a la puerta del convento, mandó que le trajeran el cáliz de plata en el que se reservaba el Santísimo Sacramento y cayó de rodillas delante de Él, pidiendo el amparo del cielo para sí y sus hijas. Cuenta la leyenda que del cáliz salió una voz como de un niño que le dijo: “Yo os guardaré siempre”, tras lo cual se alzó de la oración. En ese mismo instante los sarracenos levantaron el sitio del monasterio y se fueron a otra parte.

Cuatro años más tarde, en junio de 1234, un milagro parecido, las tropas de Federico, capitaneadas por Vital de Aversa, atacaban a la ciudad de Asís y querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué. Este acontecimiento es celebrado siempre por los asisienses como fiesta nacional.

Otra muestra de su fortaleza se manifestó en la lucha que sostuvo por años con el papa Gregorio IX a trueque de sostener la integridad del voto de pobreza. El pontífice quería convencerla que aceptara algunos bienes para el convento, como lo hacían las demás órdenes religiosas. A tal punto llegó la disputa que el Papa llegó a decirle que si ella se creía ligada por su voto, él tenía el poder y la obligación de desatárselo, a lo que ella replicó: “Santísimo Padre, desatadme de mis pecados, mas no de la obligación de seguir a Nuestro Señor Jesucristo”. Sólo dos días antes de morir vino a obtener Clara, de Inocencio IV y a perpetuidad, el derecho de ser y permanecer siempre pobre.

El verano del 1253 vino a Asís el papa Inocencio IV para ver a Clara, la cual se encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la bendición apostólica y la absolución de sus pecados, y el Sumo Pontífice contestó: «Quiera el cielo, hija mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la indulgencia de Dios». Cuando Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas: «Hijas mías, ahora más que nunca debemos darle gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la tierra».

Desde aquel día las monjas no se separaron de su lecho, incluso Inés, su hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En dos semanas la santa no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.

Cuenta la historia que estando en el más hondo dolor, dirigió su mirada hacia la puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una procesión de vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro. Marchaba entre ellas una que deslumbraba más que las otras, de cuya corona, que en su remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto esplendor que convertía la noche en día luminoso dentro de la casa; era la Bienaventurada Virgen María. Se adelantó la Virgen hasta el lecho donde yacía Clara, e inclinándose amorosamente sobre ella, le dio un abrazo.

Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de los frailes León, Ángel y Junípero. De ella se dijo: «Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la muerte».

La noticia de la muerte de la religiosa conmovió de inmediato, con impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel los hombres y las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en medio de las frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un cortejo de caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la noche hicieron guardia vigilante en torno a los restos mortales de Clara. Al día siguiente, llegó el Papa en persona con los cardenales, y toda la población se encaminó hacia San Damián. Era justo el momento en que iban a comenzar los oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el Papa dijo que debía rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos, como si quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura. Sin embargo, el obispo de Ostia le observó que en esta materia se ha de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.

Muy pronto comenzaron a llegar verdaderas multitudes de peregrinos al lugar donde yacía la religiosa, popularizándose una oración a ella dedicada: «Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que tanto honor recibe de los hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante Cristo, tú, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la vida».


Al cabo de pocos días, su hermana Inés siguió a Clara a la muerte.

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