La plaza del Alamillo es un pequeño ensanche de la calle del Alamillo en el viejo Madrid, vía que corre de la Costanilla de San Andrés hasta
dicha plaza, en la que se encuentra con la calle del Toro, la de Alfonso VI y
la de la Morería.
La versión popular propone que el nombre les viene del álamo
que presidía el paraje hasta que fue arrancado por un huracán, y cuya sombra
pudo servir en su origen al «alamín», como espacio municipal para desempeñar
sus tareas. Hay que anotar que, con la aljama como órgano de gobierno, la
morería madrileña poseía su propia organización institucional, diferente a la
cristiana; los cronistas proponen que en este lugar se reunía el Ayuntamiento
árabe en tiempos del califato cordobés de Hixén II. Según esta hipótesis, el
topónimo resultante provendría del citado vocablo árabe, que, tras el proceso
de cristianización y por similitud fonética, terminó convertido en
"alamillo".
El cronista Pedro de Répide recoge la anécdota de que fue en
la plaza del Alamillo donde el legendario Cid Campeador, investido de temerario
picador taurino, "alanceó un toro en la fiesta de Aliatar" para
celebrar la conquista de Toledo por Alfonso VI. Todo ello lo toma de las
quintillas que dejó escritas Nicolás Fernández de Moratín, conocidas por su
verso inicial "Madrid, castillo famoso". No menos legendarias son las
catacumbas, pasadizos y cuevas que minan el subsuelo de la plaza y su entorno
desde su periodo musulmán, y que partiendo de la casa del Pastor (en la calle de Segovia, junto a los "Caños Viejos"), llegan hasta las inmediaciones
del río Manzanares.
Antonio Hurtado en su 'romance histórico' Los Padres de la
Merced (leyenda de 1580), dejó estos versos descriptivos
"En la
antigua Morería,
barrio en
Madrid conocido
hay una calle
llamada
la calle del Alamillo..."
que continua con dos octavillas de parecida fortuna. Menos
lírica le parece a Unamuno que en sus Paisajes la retrata así: "Más que plaza es un callejón sin
salida, enteramente lugareño, con unos arbolillos entecos".
Por su parte, Emilio Carrere, en su Ruta emocional de Madrid
(1935), salva la memoria romántica del lugar en su "Plazuela del
Alamillo", cuyos últimos versos se cierran así:
"Novia mía, cuando paso
por nuestro antiguo rincón,
el gris que hay en mis cabellos
me duele en el corazón".
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