A principios del siglo XIX había en Madrid cuatro calles que llevaban el nombre del Patrón de la villa. La antigua del Aguardiente, que ahora se llama Alfonso VI; la de la Huerta del Bayo, el Pretil de Santisteban y ésta que permanece con su denominación, debida a una imagen del Santo Labrador que había en el Humilladero del Ángel, y que al ser derribado este ermitorio pasó a poder de la Venerable Orden Tercera.
Es una calle estrecha, que hace algunos años ofrecía la singularidad de reunir en ella la tenencia de alcaldía del distrito y la Casa de socorro, que ahora tienen excelente alojamiento propio en el edificio de la Carrera de San Francisco, del cual ya se ha hecho mención.
Varios han sido los historiadores del santo Isidro, el bienaventurado humilde que labraba la tierra. Los más importantes son Alfonso de Villegas (1592), fray Gregorio de Argaiz (1671), fray Agustín Cardaberas, que escribió un libro en vascuence (1766), y sobre todo Juan Diácono, que escribió en tiempos próximos a los del santo, y cuya historia, traducida y adicionada por el padre fray Jaime Bieda, publicose en 1622. Esta es la que sigue, aunque rebatiendo algunos asertos de Bieda, Jerónimo de Quintana, que por esa fecha trabajaba en sus «Grandezas de Madrid», que vio la luz en 1629.
Nació San Isidro hacia el año 1080, cuando aún Madrid estaba en poder de los moros, siendo Papa Gregorio VII y rey de Castilla Alfonso VI. Unos autores le atribuyeron el linaje y apellido de los Merlos, y otros, el de los Quintana. Recibió en el bautismo el nombre de Isidoro, el gran arzobispo de Sevilla, cuyo cuerpo había trasladado en 1073 D. Fernando el Magno desde aquella ciudad a la de León, y cuando pasó por Madrid fue recibido con grandes fiestas y regocijos, quedando memoria en todos los lugares por donde era su tránsito de los milagros que obraba, con lo que merece ser notada la tolerancia de los musulmanes que dominaban en Sevilla y en Madrid, y dejaron a los cristianos moradores, en la dilatada extensión de su dominio, libertad para el paso del glorioso doctor y para las públicas demostraciones de sus devotos.
Afirma Juan Diácono que no tomó el ejercicio de labranza porque hubiera menester de él para su sustento, sino porque se consideraba obligado a ganar su comida con el trabajo de sus manos. Muertos sus padres y después de examinada los sacerdotes con quienes la comunicó, su decisión de adquirir con el sudor de su rostro el alimento de su persona, tomó primeramente el oficio de trabajar en horadar pozos, y con tan buena mano, que no habría ninguno que no ofreciera en seguida grande abundancia de aguas, aunque fuera en tierras estériles y secas.
Vivía por estas fechas fuera de la Puerta de Guadalajara, en una alquería, que cuando aquel paraje era ya descampado venía a hallarse a la altura de la que es calle de Bordadores, una señora principal llamada doña Nuña, que allí se retiró con su gente y familia a vivir apartada del trato de las gentes.
Esta mujer, que era de gran piedad y sólo salía para oír misa en el cercano templo mozárabe de San Ginés, tuvo noticia del ejercicio en que se ocupaba Isidro, como se le llamaba por contracción de su nombre de pila. Hizo diligencia para verse con él, y rogóle que hiciese para su servicio un pozo en la alquería, a lo que él, más movido de la virtud de la caridad que del premio de su trabajo, pues nunca le señalaba, encargóse de tal obra. Y aconteció que en su labor tropezó con una peña viva, que puso en grande dificultad su trabajo. Y es fama que lo que no podía conseguir su piqueta fue obra de su devoción, pues la divina clemencia ablandó la tierra hasta el extremo de que en ella quedo impresa la huella del pie del santo. Y así se conservó mucho tiempo, hasta que a principios del siglo XVII, el poseedor entonces de la casa que había en la calle Mayor, donde en otro tiempo la alquería, y que era D. Jaime Bordador, la quitó de donde estaba y la guardó.
También es tradición muy recibida que en las casas que fueron del regidor D. Diego de Vera, y quedaron luego en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, en la calle de Toledo, junto a una arca de agua arrimada a los estudios del mismo colegio, que en otro tiempo eran de un antecesor suyo del mismo apellido, hombre rico y de gran labranza, hizo otro pozo, cuya agua sanaba muchas enfermedades. Y también ocurrió que como aquel hidalgo Vera tuviese mucha tierra labrantía, asentóle con él para mozo de esa labor.
Levantábase mañanero, y su primera visita era a la ermita de la Virgen de Atocha, y después entraba en las de San Juan Evangelista, Santa Catalina, Santa Polonia y Santa Coloma, que estaban en el entorno de aquélla. Volviendo a la villa visitaba sus iglesias, que entonces eran trece. La penúltima en que entraba era la de Santa María, y terminaba en la de San Andrés su peregrinación, marchando de aquí a uncir sus bueyes prestamente para recompensar el tiempo gastado en las devociones, y tomando lo necesario para su labranza partía al campo muy gozoso.
En la época
de sementera, no sólo repartía entre los pobres mucho trigo del que llevaba para sembrar, sino que echaba
grandes puñados de él a las aves, diciendo: «Tomad avecicas de Dios, que cuando
Dios amanece, para todos amanece.» Y cuando luego arrojaba el grano en los
surcos, decía de este modo: «En nombre de Dios, y esto para Dios; esto para
nos; esto para las aves, y esto para las hormigas.» Y cuando permanecía en
oración durante la labranza, descendían ángeles del cielo que, tomando el
arado, cultivaban con él la venturosa tierra.
Lloraba no sólo sus faltas, sino las ajenas. Así sucedióle un día que, viniendo de la fragua de enderezar la reja del arado, y pasando por una iglesia, oyó la campanilla con que tocaban a alzar, y dejando la reja a la puerta, entró para adorar al Santísimo. Detúvose algún rato, y cuando salió halló que habían robado el arado, de lo que lloró amargamente, no ya un daño, sino el haber dado ocasión a una falta.
Grande era también su paciencia en sufrir y perdonar injurias. Cierta vez, yendo al molino con un costal de trigo, de que según su costumbre fue repartiendo largamente por el camino, cuando llegó estaba el saco harto menguado y falto. Hízose la molienda, y salió tanta la harina que no cabía en el costal, por lo que el molinero reprendió al santo, suponiendo que había hurtado trigo a los demás, ya que con lo que él había traído no era posible semejante abundancia. El santo contestó proponiendo al molinero que le daba toda aquella harina y que él le diese sólo una cantidad de grano tan pequeña como la que había llevado. Hízolo así el amo del molino, y al ser molido en presencia suya el escaso trigo, volvió a salir de él tan copiosa cantidad de harina como antes. Viendo lo cual, el molinero se arrojó a los pies de Isidro, pidiéndole perdón por haberle injuriado, y teniéndole desde entonces por varón de perfecta vida.
Y como análogamente fuesen otros criados envidiosos a decir al hidalgo en cuya casa servía Isidro, que abandonaba la labranza por la oración y que arruinaba la hacienda de su señor, éste atajóles, respondiendo: «Decid lo que quisiéredes de mi criado, que lo que yo sé es que no hay quien más pan coja en toda esta tierra. Y así, o es muy grande engaño o muy grande pasión lo que os mueve. »
Por los años de 1110, Alí, hijo de Yusef, rey de Marruecos, habiendo levantado el cerco que tenía puesto a Toledo, sitió a Madrid, y penetró fácilmente en esta villa por haber encontrado casi desapercibidos a sus habitantes. Penetró a sangre y fuego, y no quedó a los madrileños más refugio que el Alcázar, donde encontraron cobijo los viejos, las mujeres y los niños.
Muchos de los moradores de Madrid salieron de su recinto, pasando a recogerse en vecinos lugares, y uno de ellos fue San Isidro, quien marchó a Torrelaguna, donde halló acomodo con un vecino que le tomó a su servicio para la labranza, dándole en pago de su soldada una tierra para que en ella hiciese un pegujar y lo sembrase por su cuenta. Como en Madrid, dedicó parte de su tiempo a la devoción, visitando continuamente las iglesias y ermitas de aquel contorno, algunas harto distantes, como la de la Virgen de Belvis, a una legua de Cobeña; la de Peñahora, cerca de Humanes; la del Castillo, cerca de Paracuellos, y la de la Cabeza, próxima a Torrelaguna.
En cuanto a su labor, empezó el santo a beneficiar las heredades de su nuevo amo, y a ellas a lucirles tanto el trabajo, que en pocos días las reconoció el dueño por las mejores de su hacienda. También aquí le aconteció con su dueño algo parecido a lo que le ocurrió en Madrid con el molinero, pues siguiendo su costumbre de dar a los pobres todo lo que ganaba de su soldada, dejando muchas veces de comer por dárselo a ellos, un agosto cogió de un pegujar más pan que su amo de todas las tierras que había sembrado. Y sospechando éste que había cogido trigo del suyo, el santo repitió el hecho de darle todo el grano, quedándose sólo con la paja, y cuando pasó su bieldo por ella, vino a salir más trigo que la primera vez.
Casó con una doncella piadosa y honesta, llamada María de la Cabeza, apellido que unos suponen suyo, por pertenecer al linaje de ese nombre que existía en Cobeña, y que según otros tomó de la Virgen de la Cabeza, en Torrelaguna. También se ha supuesto que la esposa de San Isidro era de Caraquiz; pero es lo cierto que éste no fue lugar de vecindad, sino solamente una alquería donde no vivía nadie más que el ventero. Cerca de esta alquería fue donde, después de casado, tomó a renta parte de las heredades de un vecino de Torrelaguna, y allí pasó a vivir. Estando en este paraje, y a la puerta de su casa, que luego fue ermita de su nombre, vio venir a unos galgos en seguimiento de una liebre, a la que traían muy cansada y acosada, y entonces el santo, movido de su natural piedad y misericordia, dijo a los perros: «Galgos, en el nombre de Dios os pido que dejéis a esa pobrecilla y no la hagáis mal». Siendo de tal modo obedecida su clemente voz, que los canes quedaron sin poder mover un paso, hasta que la liebre se puso en salvo y quedó libre.
Siguiéronse los prodigios de Santa María de la Cabeza, que yendo un día a pasar el Jarama para ir a esa ermita, como trajese el río mucha corriente, arrojó su mantilla sobre las aguas, y puestos en ella pasaron los bienaventurados esposos a la otra orilla. Estaba otro día San Isidro en su campo cuando vio venir un hombre a caballo y preguntarle dónde podría satisfacer su sed. El santo le señaló un árbol que había en un altillo, y le dijo que allí encontraría una fuente; pero como no la hallase el caballero, volvió con descompuestos modos y gran soberbia a increpar al villano, en quien suponía el intento de burlarse de él. Pero el santo, muy humildemente, pidió al caminante que le acompañase, y llevándole junto al árbol, golpeó una piedra con su aguijada e hizo salir un manantial de pura y preciosa agua, que desde entonces se llamó de Valdesalud. Milagro que luego había de repetirse en Madrid, en la fuente que permanece junto a la ermita del cerro.
Determinado a volver a Madrid el venerable matrimonio, pronto halló acogida San Isidro en casa del caballero Iván de Vargas, quien le conocía por haberle labrado aquél una tierra que tenía cerca de Talamanca, en una alquería que se llamaba Eraza, y concertóse con él para que trabajase en las heredades que aquel hidalgo poseía al otro lado del Manzanares.
Aquí se repitió el maravilloso suceso de ver el amo, al ir a comprobar la denunciada negligencia de su siervo, cómo los ángeles dirigían el arado mientras el santo permanecía en oración. Otro día, mientras él estaba en el campo y la bienaventurada María en su casa, cayóse al pozo su hijo, niño de corta edad, y cuando volvió el santo y conoció la causa de la aflicción de su mujer, encomendóse a la Virgen de la Almudena, viéndose al punto cómo subían las aguas del pozo, hasta el nivel del brocal y levantaban al niño, que tornaba sano a los brazos de sus padres.
El pozo tradicional se conserva en la casa de los condes de Paredes de Nava, que se halla en la plaza de San Andrés, contigua a la iglesia. El hijo de San Isidro fue San Illán, que se retiró al vivir eremítico, y murió en las cercanías del pueblo de Cebolla, en tierra de Toledo, donde fue enterrado en la ermita que fundó.
Aquel beneficio de la resurrección alcanzó también a María de Vargas, la hija bienamada de D. Iván o D. Juan, como mejor a de decirse en corriente romance, y no usar a la manera moscovita aquella forma del mismo nombre, según su vieja escritura con I latina y V de corazón. Ello fue al entrar un día en la casa, regresando de la labranza, halló a los padres llorando a la hija muerta, y como por consolarles dijese que podría tratarse de un desmayo, llegóse a la cama donde yacía la moza, y, lleno de fe y de humilde confianza, la dijo:
-Señora doña María, ¿qué hace? ¿Duerme?
Con lo que ella levantó la cabeza y le respondió diciendo:
-¿Qué quieres Isidro?
De lo cual quedaron todos los presentes con el ánimo suspenso, llenos de admiración y pasmo.
Acordaron de mutuo concierto Isidro y su mujer separarse para vivir honestamente cada uno, con lo que ella retiróse con su hijo a Caraquiz, y quedó el santo en Madrid, al servicio de Vargas.
Era Isidro muy devoto del Santísimo Sacramento, y pertenecía a una Hermandad que le estaba dedicada en la parroquia de San Andrés, de la cual le consideran fundador fray Domingo de Mendoza, que hizo las pruebas del santo en un memorial impreso en 1613, y dirigido a Felipe III, y fray Nicolás Josef de la Cruz, de la Orden de los mínimos, autor de una historia del santo, publicada en 1790. Por cierto que también en la relación de sus devociones constaba como tradición recibida la de que él instituyó la procesión que salía de aquella iglesia a la de Atocha, la mañana de la Asunción, en memoria de lo cual, mientras duró esa práctica, se sacaba la imagen de San Isidro delante de la de la Virgen.
Sucedió, pues, que un día que tenía cabildo en San Andrés con los hermanos de la Cofradía del Santísimo, y en que todos, como solían, juntábanse a comer honesta y templadamente, modestia que andando el tiempo degeneró en desorden y dio ocasión a que se aboliese esa costumbre, San Isidro llegó tarde por haber gastado tiempo en otras devociones, y cuando se presentó en la casa acompañado de muchos pobres, enteróse de que los cofrades habían comido y le habían guardado solamente su parte. Halló además a la puerta otros menesterosos que aguardaban las sobras, y a todos los metió consigo, dejando maravillados a los del cabildo al ver que, no habiendo ración más que para una persona, entraba con tantos convidados.
Sentóse el santo a la mesa con sus pobres, lleno de fe y confianza, y acudiendo a la olla, donde no había quedado más que su parte de comida, al punto apareció llena hasta arriba de sustanciosas vituallas, con que pudo atender la necesidad de todos, y más que se presentaron, pues para cuantos vinieron pudo hacerse mesa franca.
Otra vez, como Iván de Vargas fuese a la labrantía que tenía al otro lado del río, sobre un cerro, y llegase sediento, San Isidro repitió aquí el milagro de enviarle a remediar su sed a un punto donde no la halló el señor, y volvió quejoso creyendo que su siervo habíase burlado de él. Entonces el santo fuese a donde había señalado, y diciendo estas palabras: «Cuando Dios quería, aquí agua había», hirió la peña con la aguijada y brotó la fuente, que aplacó la sed del caballero, y todavía surge a un lado de la ermita. Conocióse su agua desde luego por muy saludable, y llegábanse a probar de ella muchos enfermos. Sólo dejó de correr por los años de 1575, en que los moriscos vendían su agua, hasta que, siendo prohibida su venta, volvió a manar como antes.
También aconteció que en otra sazón, yendo Iván de Vargas a visitar la misma labranza, cayósele muerto el caballo en un arenal cerca del río, y cuando refirió su cuita al santo, diciendo que fuese a donde estaba caído y le quitase la silla, Isidro le dijo que podría ser que no estuviese muerto, con lo que acudiendo a donde el animal yacía, le ordenó de este modo: «Levántate, en el nombre de Dios». Y luego se alzó el caballo bueno y sano. De estas maravillas quedaba asombrado el caballero, y mandó a la demás gente de su casa que tratasen con el mayor respeto a Isidro, de quien los restantes criados hacían burla por su extremada sencillez.
Tenía costumbre el santo de ir todos los días de fiesta, después de nona, a oír las vísperas a la iglesia de Santa María de la Almudena, y una tarde de verano acudió, como de costumbre, y dejó a la puerta un jumentillo en el que venía cabalgando. Estaba Isidro en oración cuando penetraron en el templo buscándole unos muchachos para darle aviso de que un lobo que había entrado por la Cuesta de la Vega, que hasta allí llegaban las espesuras de los sotos, andaba a los alcances del asno para devorarle. Pero el santo sólo contestó tranquilamente: «Hijos, hágase la voluntad de Dios.» Y fue el portento que, cuando acabada su oración salió a ver lo que había sucedido, halló al lobo muerto y a su lado e ileso al jumentillo.
Frisaba ya Isidro en los noventa años cuando adoleció de su postrera enfermedad. María de la Cabeza vino a asistirle con su hijo, y después de llorarle y dejarle enterrado en el camposanto de la parroquia de San Andrés, volvióse a Caraquiz, donde murió pocos años después que su marido, en 1180.
Cuarenta años permaneció el santo en aquella sepultura, que estaba a la intemperie, y sin que las aguas pluviales que habían formado un arroyo surcando la tierra hasta muy cerca del privilegiado cuerpo, dañasen a su conservación. El domingo de Cuasimodo, el 1 de abril 1212, fue descubierto el cadáver incorrupto y trasladado a otra tumba dentro de la iglesia. Hízose ello con gran ceremonia solemnidad, siendo entonces cuando el rey Alfonso VIII dio para guardar el cuerpo del bienaventurado labrador el arca en que fueron pintados sus milagros y los misterios de la Encarnación y del Santo Sepulcro. Quedando ya referidos, al hablar de la iglesia de San Andrés y de la capilla del Obispo, los sucesivos enterramientos de San Isidro. En 15 de mayo de 1619, el pontífice Paulo IV le beatificó, y le canonizó Gregorio XV el 12 de marzo de 1622.
A partir de Alfonso VIII fue frecuente el culto que a los restos de San Isidro dieron los monarcas españoles. Con aquél asistieron a las fiestas de la primera traslación la reina doña Leonor, el príncipe D. Enrique, que había de ser primero de su nombre entre los reyes castellanos; doña Berenguela y San Fernando, que, cuando a su vez reinó, mandó colocar en el coro de la Catedral de Toledo una estatua del santo cerca de las de los reyes y emperadores sus abuelos.
En una cédula que D. Alfonso XI dirigió a la villa de Madrid el año 1344, mandó pagar 400 reales al alcalde de ella, Gonzalo Díaz, que los había anticipado con motivo de sacar en rogativa el cuerpo de San Isidro.
D. Enrique II y su esposa, doña Juana Manuel, le visitaron por los años de 1381. Entonces fue cuando esta reina, por su fervorosa devoción, pidió el brazo derecho y quiso guardarlo, lo que no consiguió por el accidente que la sobrevino y afligió, hasta que abandonó su intento. También le visitó en 1463 D. Enrique IV.
Los reyes Católicos D. Fernando y doña Isabel hicieron grandes cultos al santo. Mandaron pintar cuadros que le representasen. Reedificaron la iglesia de San Andrés, alargándola por la parte donde estuvo el cementerio donde yacía el bienaventurado labrador. Y de las muchas veces que visitaron sus restos quedó especial memoria de aquella en que doña Isabel acudió en acción de gracias por haber salido de una muy grave enfermedad. En esa visita le ofreció un dosel de cuatro piernas de labor, dos carmesíes y dos aceitunadas con sus apañaduras y flecaduras. También fue en esta ocasión cuando una de las damas de la reina al besar los pies del santo, le arrancó el dedo segundo del pie izquierdo, y pretendió llevárselo por reliquia; pero no pudo salir de la iglesia, imposibilitada de todo movimiento, hasta que, habiendo restituido lo que tan atrevidamente había arrebatado, pudo recobrar el uso de sus miembros.
Los príncipes D. Juan y doña Margarita manifestaron también con varios dones su piadoso afecto a los dos bienaventurados labradores, imitando así la devoción de los reyes sus padres.
No dieron menores testimonios los monarcas de la Casa de Austria. Agradecida la emperatriz doña Isabel, mujer de Carlos V, al beneficio que recibió su augusto esposo con el agua de la fuente de San Isidro, que milagrosamente le curó unas inveteradas y peligrosas cuartanas, mandó edificar la primera ermita del santo sobre dicha fuente.
Bajo la protección de San Isidro nació Felipe II, habiendo recurrido a ella para tenerle la emperatriz, su madre. Al mismo amparo, cuyo valimiento ya conocía, acudió después para libarle, cuando era príncipe, del manifiesto peligro de unas viruelas complicadas con accidentes malignos.
Llegó don Felipe a ser rey y visitó el sepulcro del santo, como señal de agradecimiento por lo que le debía. Solicitó de Clemente VIII su beatificación y canonización, y esta fue la primera diligencia que se practicó en el asunto. Pidió asimismo la canonización de Santa María de la Cabeza, y envió a aquel Pontífice dos imágenes de los santos labradores, una y otra semejantes a las que el cardenal Ximénez de Cisneros había mandado pintar en las puertas del nicho donde se custodiaba la cabeza de la santa en la ermita del Jarama.
La emperatriz doña María, hermana del mismo rey D. Felipe II, repitió sus instancias con el Papa para alcanzar la canonización del santo. Movida de su devoción hacia su bendita esposa enriqueció, el año 1597, con preciosas joyas la ermita donde se veneraba su cabeza, y fue fundadora del Colegio Imperial y de su iglesia de la calle de Toledo, sin saber que andando el tiempo habría de ser templo consagrado a San Isidro y sepulcro definitivo suyo.
Continuando el rey D. Felipe III la misma solicitud con el romano Pontífice, consiguió que se verificase la beatificación del santo patrono de Madrid en 1619.
El 16 de noviembre de ese año fue llevado el cuerpo del bienaventurado al monasterio de la Encarnación, donde se le dijo la primera misa después de la beatificación en rogativa por la salud del rey, que se hallaba gravemente enfermo en Casarrubios, y a este lugar fue conducido procesionalmente el beato, saliendo a recibirle el príncipe, que luego había de ser Felipe IV. Llevado a la casa donde estaba el augusto paciente, pusieron el arca sobre un sitial de terciopelo carmesí, y el monarca, incorporado en la cama, veneró la reliquia, y pidiendo la aguijada con que abrió la fuente milagrosa, la besó, así como sus hijos, que asistían a su cabecera. Además, el vicario dio al enfermo una bolsa con el dedo que quitó la dama de Isabel la Católica y tres dientes del beato.
Llevaron el santo cuerpo a la iglesia mayor, donde dio en la procesión, y cuando para regresar a Madrid ya estaba organizada la comitiva, llegó Eugenio Marbán, ayuda de cámara del rey, diciendo que no saliesen con el santo porque el soberano quería venir acompañándole.
Estando ya convaleciente don Felipe, a quien los médicos daban licencia para ponerse en camino, mandó que partiese el santo cuerpo media hora antes que él, y así se hizo el miércoles 4 de diciembre, a las once del día. Hizo noche en Alcorcón, y el rey en Móstoles, y al otro día salió a recibir al beato en Madrid una gran procesión, como a la ida. Y en el aniversario de la beatificación asistió a las fiestas solemnes con que fue celebrada aquélla.
El mismo Felipe III pidió al Papa la canonización de la beata labradora, de quien era devotísimo, acompañando esta suplica y las gracias a Paulo V por la beatificación de San Isidro, con otros retratos e imágenes de los bienaventurados esposos, llevando el de ella el dictado de santa. Correspondió el Pontífice a estos ruegos despachando remisoriales a los jueces de la causa y las compulsoriales y el rótulo. El rey mandó se celebrase este decreto apostólico con luminarias en todo Madrid, las cuales fueron generales y vistosísimas.
Doña Ana de Austria, esposa de Luis XIII de Francia y madre de Luis XIV, despachó un religioso a España, pidiendo a su hermano Felipe IV una reliquia de San Isidro. El propio Felipe IV logró ver en el comienzo de su reinado lograda la canonización apostólica, y asistió con los infantes a la procesión que hubo con este motivo. Posteriormente, para demostrar la devoción que profesaba al santo, y condescendiendo a los ruegos de la villa de Madrid, mandó en cédula de 24 de agosto de 1657, que fuese restaurada la iglesia parroquial de San Andrés y se fabricase capilla magnífica y separada a San Isidro, a la cual se dio principio colocando la primera piedra el patriarca de las Indias, D. Alonso Pérez de Guzmán, con asistencia del rey, de su esposa, doña Mariana de Austria, y de la infanta doña María Teresa.
Su sucesor Carlos II dejó concluida aquella obra, y declaró de real patronato la capilla, concediéndola cuantos privilegios gozan las demás que son reales. En ella mandó pintar cuatro cuadros grandes. Los del lado del Evangelio representando el milagro del pozo, y la famosa batalla de las Navas, con el santo volviéndose al cielo, y los que están a la parte de la epístola, el reconocimiento que hizo el rey D. Alfonso VIII del cuerpo de San Isidro diciendo ser el mismo que se le había aparecido, y el milagro de la fuente para dar de beber a Juan de Vargas, amo del santo. Las dos primeras pinturas son de mano de Francisco Rizi, y las otras de Juan Carreño, ambos pintores de cámara de Carlos II.
Cuando después de concluida la capilla se procedió a la traslación y colocación del sagrado cuerpo en ella, el 15 de mayo de 1669, asistió el mismo rey a la función, acompañándole la reina madre gobernadora. Y para mayor culto del santo fundó capellanías bien dotadas y proveyó con magnificencia cuanto se necesitaba para el servicio de la nueva capilla. Curó luego el monarca de una grave enfermedad en el año 1683, y acudió a dar gracias al patrón de Madrid el 6 de junio del año siguiente, con su esposa, María Luisa de Orleans. Esta soberana, a ejemplo de otras reinas de España, mudó el sudario de San Isidro.
Doña Mariana de Neoburg, segunda mujer de Carlos II, recobró milagrosamente la salud a la presencia del sagrado cadáver, que fue llevado a Palacio y acercado al lecho de la paciente. Los reyes volvieron a visitarle en su capilla, el 28 de enero de 1692. En esta ocasión dio la reina la rica y primorosa arca de filigrana, dentro de la cual se puso entonces el cuerpo y se conserva hoy día. También esta reina, en memoria del favor recibido, mudó el sudario e hizo otras dádivas. En esta visita mandó el rey que no asistiesen más eclesiásticos que los capellanes del santo, con el arzobispo de Toledo, como capellán mayor, y aunque concurrió el patriarca, fue de particular y solo. Tampoco se admitió más gente que la precisa para mudar el cuerpo a la preciosa arca, y sucedió que sin embargo de las más exquisitas precauciones, pues se ejecutó la traslación tomando el cuerpo por la parte de la cabeza el obispo de Daria, teniente capellán mayor, y por los pies el arzobispo y el patriarca, y no obstante el respeto que debía infundir en las circunstancias la presencia de los reyes y la santidad del lugar y de la ceremonia, un cerrajero de la casa real, llamado Tomás, que tenía por misión correr las llaves y las cerraduras, tomó con toda cautela un diente del santo, que más adelante entregó al rey.
Estos mismos reyes, y su madre doña Mariana de Austria, asistieron con singular devoción al examen y reconocimiento jurídico hecho en 1693 de los restos de la santa esposa de San Isidro para declarar su culto inmemorial, y después a la colocación de ellos en el oratorio público de las Casas Consistoriales, ayudando con sus reales manos a poner el arca. Y porque fuese más general el contento por esa fecha, mandó el rey dar libertad a los pobres presos en la cárcel de corte que no lo estuviesen por instancia de parte.
Por la gran devoción que aquel soberano tenía a las reliquias de Santa María de la Cabeza, mandó que fueran llevadas a Palacio cuando le acometió la enfermedad de la muerte, a fin de adorarlas y reverenciarlas. Así se cumplió el 4 de octubre de 1700, asistiendo a la solemne procesión el vicario de Madrid, la Clerecía, parroquia, religiones y cofradías.
Muerto Carlos II, y hallándose en Bayona de Francia la reina viuda doña Mariana de Neoburg padeciendo fuertes accidentes, que se juzgaron mortales atendida la edad de setenta años que contaba la enferma, se encomendó a los santos Isidro y María, de quienes había sido siempre especial devota, y con admiración general logró su restablecimiento, el cual se celebró en Madrid con un Te Deum en la Capilla Real y misas a los dos gloriosos patrones en el altar del Oratorio Consistorial. Y la reina pudo volver a España el siguiente año, para morir entre sus antiguos vasallos.
Los monarcas de la Casa de Borbón continuaron esas prácticas piadosas. Así que llegó a Madrid Felipe V, mandó descubrir y visitó el cuerpo santo. Repitió otras veces su visita. Una fue el 3 de noviembre de 1721, en la cual le acompañaron la reina doña Isabel de Farnesio, el príncipe D. Luis el infante D. Fernando, que luego fueron reyes. Consta por una Memoria que el cabildo de canónigos de San Isidro conservaba escrita la afabilidad con que aquellos soberanos tomaban en estas ocasiones, de manos de sus más ínfimos vasallos, los rosarios y los entregaban a los capellanes para que los tocaran en el cuerpo del santo cuya devoción fomentaban de este modo. A solicitud de este mismo rey, concedió el Papa que el día del santo patrono fuese festivo. Durante su reinado mudó dos veces el sudario, que fueron en mayo de 1705 y en noviembre de 1721, ejecutándolo esta última vez la reina doña Isabel de Farnesio, que dio para ello un riquísimo lienzo.
D. Luis, siendo príncipe heredero, tributó, como ya se ha dicho, obsequios al santo cuando fue a visitarle con sus augustos padres. Su reinado, de pocos meses, no dio lugar a que se señalase más particularmente su devoción a San Isidro y a Santa María de la Cabeza.
Su hermano D. Fernando VI, que cuando era infante había asistido a los mismos cultos, visitó frecuentemente después el santo cuerpo, y mejoró y aumentó con pensiones sobre obispados las rentas con que Carlos II había dotado la antigua capilla, las cuales padecían algún retraso y desfalco en su cobro. En la visita que este soberano y su esposa doña Bárbara de Braganza hicieron a San Isidro el 18 de abril de 1751 para mudarle el sudario, practicó la reina esa demostración de su afecto con gran devoción, ofreciéndole, además, preciosos dones. No dieron estos monarcas menores señales de devoción a Santa María de la Cabeza. El rey pidió a la Sede Apostólica se señalase misa y oficio propio a la bienaventurada labradora, y luego concurrió con la reina a la procesión general, en acción de gracias.
Varias fueron también las veces en que Carlos III probó su celo y veneración a los dos santos. En distintas ocasiones mandó hacer rogativas al patrono, así en tiempos de sequía como en los de guerra. En la última enfermedad de la reina doña María Amalia de Sajonia pidió que se llevase a Palacio el venerable cuerpo, solicitado también por la devoción de la doliente. Conducido el 19 de septiembre de 1760, permaneció en las reales estancias durante la enfermedad, y la reina mandó acercar dos veces a su cama el santo, adorándole, así como el rey y sus hijos. Carlos III hizo llevar a San Isidro, de su capilla en la iglesia de San Andrés, donde había permanecido durante un siglo justo, al templo de la calle de Toledo, que había sido del colegio imperial de los jesuítas, y dispuso que se hiciera anualmente una fiesta muy solemne al santo y a la santa en días propios. A fines de 1787 enfermó el infante D. Fernando (luego Fernando VII), que tenía entonces tres años y medio. Y siguiendo en incremento su larga dolencia, no pasó en el 88 a la jornada de El Pardo, con su padre y su abuelo, ni fue a la de Aranjuez hasta algunas semanas más tarde que los reyes, ya entonces restablecido. Hasta su curación permaneció en el Palacio de Madrid, con su hermana la infanta doña María Amalia, atribuyéndose su alivio al ruego que su abuelo D. Carlos III y sus padres, D. Carlos y doña Luisa, hicieron a San Isidro y Santa María de la Cabeza, cuyas reliquias fueron descendidas y puesta durante nueve días a los lados del altar mayor. Y en uno de los días del novenario, que fue el 15 de febrero, los príncipes, con sus hijas las infantas doña María Amalia y doña María Luisa, asistieron al templo, siendo recibidos por el obispo de Tagaste, auxiliar de Madrid, D. Francisco Aguiriano Gómez. Rogativa que no sólo sirvió para que el pequeño D. Fernando recobrara la salud, sino también para que mes y medio después diese a luz doña María Luisa, muy feliz- mente, otro infante.
La jornada que en el año de 1788 hizo la corte al real sitio de El Escorial señaló luctuosas efemérides en la crónica de la dinastía. En tres semanas perecieron tres príncipes. La infanta doña María Victoria de Portugal, que aún no había cumplido veinte años, fue la que abrió el lúgubre camino por el que no tardaría en avanzar el propio soberano. Aquella infortunada había dado a luz un infante el 26 de octubre; pero al cuarto día le sobrevinieron unas malignas viruelas, de las cuales falleció el 2 de noviembre, a las ocho y media de la noche.
Ocho días sobrevivió a su madre el recién nacido, y su padre, el infante D. Gabriel, que despreciando el riesgo que corría no había querido separarse de su esposa hasta el último instante, quedó contagiado de la misma terrible enfermedad, que puso fin a su existencia el 23 del mismo mes de noviembre.
Tan repetidos golpes consternaron los ánimos y se temieron otros igualmente desgraciados. Dívidiose la real familia. Trasladáronse a Madrid los príncipes que más peligro corrían en aquel contagio, viniendo con el infante D. Fernando sus hermanos D. Carlos María, doña María Amalia y doña María Luisa, y su primo D. Pedro Carlos, único resto del malogrado matrimonio, y permanecieron en San Lorenzo los príncipes y los infantes D. Antonio y doña Josefa con el rey.
No tardó el monarca en sentirse indispuesto por los fríos; restituido a Madrid el 1 de diciembre y agravado en pocos días, entonces mandó el día 13 que llevaran a Palacio el cuerpo de San Isidro con las reliquias de su santa esposa. Inmediatamente el conde de Campomanes, juez protector de la real iglesia, que como decano gobernaba el Consejo, aprontó las llaves de las arcas, pasó un oficio con la orden real al cabildo de canónigos y la comunicó de palabra, para evitar dilaciones, al corregidor de Madrid y al cura de San Andrés a fin de que cada uno acudiese con la suya, atendiendo esta orden, la misma mañana, en la iglesia de San Isidro, el capellán mayor, arzobispo de Toledo, D. Francisco Lorenzana, promovido luego a la púrpura cardenalicia; su teniente el obispo auxiliar de Madrid, los capellanes canónigos, los cantores y demás individuos y dependientes del templo, el corregidor y regidores de Madrid, y el teniente de la parroquial de San Andrés con la llave de su cura. Asistieron también los caballeros pajes del rey para ir alumbrando con hachas.
Prontas las llaves del arca exterior del santo y de la urna de la santa, subieron aquellos personajes desde la sacristía al camarín, y dirigidos por el obrero mayor y asistidos del cerrajero y otros operarios, sacaron el arca interior que contiene el cuerpo de San Isidro, como asimismo el cofre con la cabeza y demás restos de la santa. Tomaron estas arcas otros capellanes canónigos vestidos con hábitos corales, y ayudándoles el corregidor y los capitulares, las bajaron a la sacristía, donde, puesta la del santo en sus andas, se formó la procesión en el orden siguiente:
Iba delante un correo de las reales caballerizas, a caballo, con un hacha encendida. Seguían el pertiguero con su ropa y vara; los acólitos con hachas, los sacristanes mayores y menores y los cantores, todos con sobrepelliz y velas, y luego los canónigos. Dos de estos y otros dos regidores llevaban en hombros el cofre de las reliquias de Santa María de la Cabeza, a quienes alumbraban algunos pajes del monarca. Seguían otros canónigos y otros regidores con el cuerpo de San Isidro, los restantes pajes con hachas y los dos Cabildos alumbrando con velas, presidiendo este acompañamiento el capellán mayor, su teniente y el corregidor, también con luces. Cerraban la procesión dos coches de respeto del rey y otros de particulares.
La carrera que siguieron fue por la calle de Toledo, Puerta Cerrada, calle del Sacramento y plazuela de los Consejos, al arco y plaza de Palacio. Al salir de la sacristía de la iglesia comenzaron a tocar las campanas y los cantores a entonar letanías, siguiendo sus cánticos hasta subir las escaleras de Palacio, que fue después de la una de la tarde. Desde allí las acompañó el obispo patriarca, y más adentro las recibieron los príncipes de Asturias puestos de rodillas a la puerta de su cuarto. Colocadas luego en un altar prevenido en la estancia donde comía Carlos III, que es la inmediata al salón de Embajadores, se pusieron al lado opuesto taburetes para los dos canónigos y los dos regidores que habían de velar día y de noche, según costumbre, cuando las reliquias estaban fuera de su acostumbrada yacija.
Poco después de las cuatro fueron conducidas a la cámara del rey, por orden suya, las arcas de los santos, llevándolas cinco de los canónigos que a la sazón se hallaban en Palacio, ayudados por el corregidor y algunos capitulares. Encontráronse en el regio aposento el mayordomo mayor, marqués de Santa Cruz; el patriarca de las Indias, D. Pedro López de Lerena, secretario de Estado y del despacho de Hacienda, que tenía la llave del rey, y el marqués de Montealegre con la que le pertenecía como conde de Paredes. También asistió, dando grandes muestras de abatimiento por la enfermedad del rey, el conde de Floridablanca, ministro y consejero de Estado y de su despacho.
Fue introducida primero el arca del santo, la cual descansó sobre una mesita que se puso a los pies de la cama, por la parte izquierda, que era el lado hacia el cual estaba acostado el paciente. Hizo el canónigo D. Gaspar de Cos la ceremonia de aplicar sucesivamente a sus respectivas cerraduras las llaves que le fueron dando el corregidor, el conde de Altamira, como regidor de Madrid, y el conde de Paredes, y, auxiliado por el ministro de Hacienda, las abrió todas con la llave del rey.
Levantada inmediatamente la cubierta del arca apartaron los canónigos, D. Manuel Rosell por la cabecera y D. José Falcón por los pies, el paño de seda bordado que cubría primero el cuerpo, y desdoblando seguidamente el sudario quedó patente el sagrado cuerpo que hacía veintiocho años que no se había manifestado. Asistieron a este acto cuatro capellanes de honor vestidos de sobrepellices, quienes tenían prevenidas dos toallas dobladas para manejar el cuerpo del santo, y empezaron a introducir una de ellas por debajo de las piernas, teniéndole algo levantado por la cabeza y por los pies; pero pareciéndoles luego más conveniente y seguro, le tomaron con su mismo sudario, alzándolo y sacándolo fuera del arca, y lo acercaron a la cama del rey para que le venerase. A fin de que todo esto se ejecutase con mayor comodidad se retiraron hacia la pared, para dejar más lugar, el cura de Palacio, D. José de Llarraza, y el padre fray Luis de Consuegra, confesor del monarca, que le asistían a la cabecera. Púsose de rodillas el marqués de Valdecarzana, sumiller de Corps, e inclino su cuerpo para que sobre él descansase el del santo, y con objeto de que éste se viese mejor, alargó el canónigo Cos una bujía por los pies del lecho.
Presentado de esta suerte el cuerpo del santo al monarca, dijo a éste su confesor que implorase la intercesión de San Isidro para conseguir la salud corporal, a lo que el soberano contestó con voz bastante animada que la salud espiritual era lo que deseaba y pedía, pues la del cuerpo y todo lo de este mundo importaba poco.
Más, sin embargo de estas palabras y de esta conformidad, insistió el confesor en que pidiese con arreglo a la divina voluntad lo que mejor conviniese, y el monarca, cediendo a esta instancia, lo cumplió así, orando al santo.
Luego se volvió a colocar el sagrado cuerpo en su arca, pidió el rey las reliquias de la santa. Para presentárselas, entregó don Antonio Moreno, decano del Ayuntamiento, la llave del cofre en que se guardaban al canónigo D. Manuel Rosell, quien, abriéndolo, sacó la cabeza y los dos huesos de las canillas, que expresamente había pedido el rey. Las adoró el monarca con gran devoción, y guardadas después dichas reliquias, se volvieron a depositar las dos arcas en el altar.
Descubrióse nuevamente el santo cuerpo a poco rato por los canónigos que estaban velándole, poniendo su arca sobre una silla baja, con motivo de llegar los príncipes a venerar a los dos santos e implorar su amparo, y sin permitir que les pusiesen almohadas, se arrodillaron en el suelo y oraron con gran devoción. Luego que se retiraron ejecutaron igual acto los señores infantes sus hermanos, y después se volvió a cubrir el sagrado cadáver y a cerrar el arca.
No por última vez, pues que enseguida concurrieron el aya de los infantes y las tres tenientas de aya a hacer oración en nombre de los infantes e infantas, hijos y sobrino de los príncipes, y entregaron a los canónigos que estaban de vela un buen pedazo de lienzo para que cuando hubiese oportunidad se tocase a las reliquias, y hecho así por haber franqueado la llave del rey D. Pedro López de Lerena, lo recibieron y guardaron los príncipes con el debido aprecio.
Poco después expiraba el monarca, a las doce y cuarenta minutos de la noche, entrado ya el domingo. Y este mismo día, por la mañana, volvió a conducirse a la real iglesia el cuerpo y reliquias de los santos, observándose a la vuelta el mismo acompañamiento y ceremonial que se había observado a la ida.
Esta fue la postrera vez que se verificó una ceremonia de esa especie, y las turbulencias de épocas posteriores, aun descontando algunas visitas al santo verificadas la reina gobernadora doña María Cristina, y por doña Isabel II, no dejaron lugar a solemnidades parecidas. Es menester llegar a fines del siglo XIX y al primer cuarto del XX para señalar las nuevas aperturas de la urna de San Isidro.
En la primavera del 1896 vino la calamidad de una prolongada sequía a aumentar los males públicos, entre los que pesaban sobre España las guerras coloniales de Cuba y Filipinas. La piedad oficial decidió acudir a San Isidro en rogativa de lluvia. Fue descubierto el cuerpo del santo, y en la mañana del día 16 de mayo acudieron a adorarle los reyes, la corte y el Gobierno. Asistieron la reina regente doña María Cristina y el rey D. Alfonso XIII, que vestía uniforme de cadete de infantería, formando el séquito de las reales personas las condesas de Superunda y de Sástago, la duquesa de Sessa, la marquesa de Miraflores, el general de Alabarderos, Alameda; los duques de Medina Sidonia y de Sotomayor, el conde de Puñonrostro y el marqués de Montalvo. Y autorizaban con su presencia el acto el presidente del Consejo, don Antonio Cánovas del Castillo, y todos los ministros: duque de Tetuán, Cos-Gayón, conde de Tejada de Valdosera, Linares Rivas, Castellano, Navarro Reverter, Azcárraga y Beránger. Salió el santo en procesión estando el cielo despejado, y cuando la comitiva volvía al templo, cubrióse el firmamento de nubes, présagas tal vez de las desventuras que acechaban a la patria, y comenzó a llover.
En 1922 celebróse el centenario de la canonización de San Isidro. Descubrióse nuevamente su cuerpo, que no fue exhibido como en 1896 al pie del altar mayor, sino en la capilla de la Soledad. El domingo 28 de mayo, por la tarde, se organizó una procesión solemnísima, que partió de la iglesia de San Jerónimo y siguió por la Carrera de San Jerónimo, Puerta del Sol, calle Mayor, calle de Ciudad Rodrigo, plaza Mayor y calle de Toledo. La presidió el infante D. Fernando de Baviera en nombre del monarca y le acompañaban el ministro de Gracia y Justicia, Ordóñez; el obispo de Madrid-Alcalá, D. Prudencio Melo; el alcalde, conde del Valle de Suchil, y el gobernador, marqués de Selva Alegre. El rey D. Alfonso XIII presenció el paso de la comitiva en la plaza Mayor, desde el balcón central de la Casa de la Panadería, que fue siempre la tribuna tradicional de los monarcas para asistir a las procesiones, autos de fe y corridas de toros.
Iban cuatro carrozas alegóricas de los cuatro santos canonizados el mismo día: San Isidro, San Ignacio, Santa Teresa de Jesús y San Francisco Javier. Y al pasar la de San Ignacio por la puerta del Sol, delante del ministerio de la Gobernación, movióse cierta confusión entre la muchedumbre, que origino sustos y carreras.
El estado en que se encuentra el cuerpo del Patrón de Madrid es el de una momificación perfecta. Su longitud es de un metro setenta y cinco centímetros, con lo que puede suponerse, dada su contracción al secarse, que en vida alcanzaría los dos metros de estatura. Consérvanse bastante bien la carne y la piel, a excepción de que tiene algo comidos los labios y la punta de la nariz. También le faltan la mayor parte de los dedos de los pies y los dientes, quebrantos originados por indiscretas devociones. No tiene pelo en la cabeza y barba; pero si la carne y piel que corresponde. Las cuencas de los ojos no están vacías, y se le ve un diente muy blanco en la mandíbula superior izquierda y algunos pedazos de muela en la inferior. También conserva los músculos del cuello.
La devoción a San Isidro no es exclusiva de Madrid. Hay otros pueblos que igualmente le consideran como su Patrón. Y no deja de ser interesante, prestándose desde luego a ciertas confusiones, la declaración de un vecino de Aldovera, lugar que ya no existe y que se hallaba en la Alcarria, cerca de Pastrana, manifestación que figura en las «Relaciones topográficas de los pueblos de España», mandadas hacer por Felipe II, y que a la letra es de este modo:
«Dícese que en este pueblo hubo un hombre de santa dicha, que se decía Isidro, que estaba a soldada con un vecino de este lugar y tenía destajado en su soldada con el amo, que había de oír misa cada día, y que hizo Dios Nuestro Señor por él en su vida muchos milagros, porque se dice que yendo el amo a ver lo que hacía, tenía poco arado, y el amo hubo enojo con él, y el santo había arado poco por haber estado en oración y contemplación, y prometió al amo que él enmendaría al día siguiente aquella falta. Al otro día, yendo el amo a verlo, vido antes que llegase arando dos pares de mulas en su hacienda y, desde que llegó, no vio más de sus mulas y arados, como de dos pares, y le preguntó que si le había ayudado a arar alguien, y como el santo no había visto que le ayudara nadie, dijo que no, y el amo calló lo que había visto entonces.
También se dice que un arroyo de agua que nace en la cabezada de la vega, de grueso de un muslo, muy cierta y continua siempre, fue por milagro que hizo Nuestro Señor por el santo hombre: yendo el amo a verlo en el verano, que hacía mucho calor, le preguntó que si daba agua a sus mulas, y él dijo que sí, y el amo le tornó a preguntar que a dónde, porque entonces no había agua por allí, y que el santo dio un golpe con la aguijada y le dijo: «Aquí», y aquí salió aquel arroyo de agua, y desde que el amo vido el milagro, le dijo que él quería ser de allí adelante su criado y que él mandase en su hacienda.
Después que este santo murió tenían sus huesos en un relicario, y un año más estéril y falto de agua el verano, allá en abril o mayo, llevaron los de este lugar en procesión los huesos de este santo a la fuente que se dice la fuente de San Isidro, y el clérigo los metió en la fuente; aunque hacía el día claro cuando salió la procesión, a la vuelta para el pueblo llovió mucho; y esto, yo, Mateo Sánchez, que sería de edad de siete u ocho años, lo vi, y habrá agora setenta y nueve años que soy con el siglo, y soy uno de los que declaran.»
Esta declaración que en 1579 hacía el vecino de Aldovera es la relación exacta de los milagros del Patrón de Madrid y con su mismo nombre. Seguramente alguien refirió allí la historia de San Isidro, y al trasmitirse de generación en generación, quedó localizada en aquel lugar. En cuanto al testimonio de la infancia de Mateo Sánchez, es posible que también hubiera error, y, desde luego, puede hacerse notar que dice que los huesos del santo se "guardaban" en un relicario; pero no los señala como existentes en la época en que habla.
En Méjico había también un pueblecillo que tenía a San Isidro por Patrón, al que le fue cantado cierta vez el más disparatado motete que pudo salir de cabeza humana. Era en ocasión de la visita pastoral del obispo, y el sacristán y organista, que a la vez se picaba de poeta, compuso y cantó esta letra en la que, como es natural, no le dejaron pasar de la primera estrofa:
"Bendito San Isidro Labrador,
padre putativo de Jesús, María y José,
que un puntito le faltó
para ser Madre de Dios."
Peregrina simplicidad que, al fin, no era sino muestra de la fe que el cantor tenía al santo cuyas virtudes celebraba.
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