Lo fundó doña Catalina Núñez, mujer de Alfonso Alvarez de
Toledo, tesorero del rey Enrique IV y contador mayor de Castilla en tiempo de
los Reyes Católicos, edificado aquí con la licencia del Pontífice Paulo II en
1470.
Llamóse antes calle Ancha de Santa Clara, y así fue hasta que los derribos ordenados por José Bonaparte variaron
su alineación final e hicieron desaparecer la angosta del mismo nombre.
Toma su nombre del monasterio de la Visitación de Nuestra Señora de
Monjas Franciscanas, que vulgarmente era llamado de Santa Clara. Lo fundó doña Catalina
Núñez, mujer de Alonso Álvarez de Toledo, tesorero del rey D. Enrique IV y contador
mayor de Castilla en tiempo de los Reyes Católicos. Quiso aquella dama, al quedar
viuda, retirarse de las vanidades del Mundo, y, para poder hacerlo mejor, decidió instituir ese convento, comunicando
su intento con el padre fray Alonso de Alcalá, custodio y comisario del vicario
provincial de Castilla. Quedó pronto acabado el edificio, y obtuvose la licencia
para establecer la comunidad, concedida por el Pontífice Paulo II, el año 1470.
Fue enterrada la fundadora en la capilla mayor, y su epitafio decía de este modo: «Aquí yace la notable
señora doña Catalina Núñez de Toledo, mujer que fue de Alonso Álvarez de Toledo,
contador mayor de Castilla. Finó año de mil y cuatrocientos y setenta y dos.»
Venerábase en la iglesia de ese monasterio
una imagen de la Virgen llamada de la Consolación, y dentro de la clausura había
un famoso crucifijo con Santa María y San Juan a los lados, y a los pies de la Magdalena.
Escultura de grande antigüedad y de tamaño semejante al de Burgos. Contábase de
él muchos prodigios, y entre las maravillas que había obrado, la de una religiosa,
gran sierva de Dios, tan devota de esta efigie, que siempre la estaba
acompañando, en el momento en que fue a morir, sudó el cuerpo del Cristo de tal
manera que se recogió el sudor en una patena, y entraron a verlo personas particulares
para que pudiesen dar fe de ello.
Otra religiosa, siendo novicia y sintiendo
vacilar su vocación, determinóse a no profesar, y concertó que una tarde la llevasen
a casa de su familia. Y era tradición que, saliendo del coro, puso los ojos en ese
Cristo, y hallóle tan severo y con aspecto tan enojado, que sintió espanto de
lo que pensaba hacer, y habiendo hecho propósito de no abandonar el convento, volvió
a mirar a la imagen y le halló expresión tan amorosa y benigna, que en aquel instante
se sintió animada del deseo de ir delante del Santísimo Sacramento y hacer en su
presencia los votos antes de que llegase el tiempo para profesar.
Eran infinitos los devotos de esa imagen,
y continuamente enviaban paños para tocarlos en ella, y se buscaba agua para pasarla
por sus pies, y con eso y medidas de su cuerpo o cabeza contábase que se producían
portentos.
Como ya se dijo, el convento fue demolido
en tiempo de los franceses. Las monjas se trasladaron al de la Latina, y después
quedaron habilitadas para ellas unas casas en la Carrera de San Francisco, donde
residieron hasta que fue convertido en residencia monástica el palacio del duque
de Montemar, en la calle Ancha de San Bernardo, del que salieron para ir al
convento de Santa Clara, de Ciempozuelos, volviendo a Madrid, incorporadas al monasterio
de Comendadoras de Calatrava, y aunque reclamaron su anterior vivienda de la calle
Ancha, no se les devolvió por estar allí instalada ya la Escuela Normal.
En el número 2 de la calle de Santa Clara
establecióse el Colegio de Farmacéuticos, fundado a mediados del siglo XVIII en
la calle de Fúcar, habiendo sido en sus principios una hermandad con el título de
San Cosme y San Damián.
En el número 3 hay una lápida, colocada el
24 de marzo de 1909, centenario del nacimiento de D. Mariano José de Larra, el gran
«Fígaro», que en el piso segundo de esa casa se suicidó el 13 de febrero de 1837.
En la misma casa murió, a 4 de febrero de
1875, D. Narciso de la Escosura. Esa casa fue también muy conocida durante todo
el siglo XIX, por estar los famosos baños de la Estrella, fundados por D. Francisco
Travesedo, el año 1831.
Santa Clara de Asís (en italiano: Chiara d'Assisi; Asís,
Italia, 16 de julio de 1194 – ídem, 11 de agosto de 1253), religiosa y santa
italiana. Seguidora fiel de san Francisco de Asís, con el que fundó la segunda
orden franciscana o de hermanas clarisas, Clara se preciaba de llamarse
“humilde planta del bienaventurado Padre Francisco”. Después de abandonar su
antigua vida de noble, se estableció en el monasterio de San Damiano hasta su
muerte.
Clara fue la primera y única mujer en escribir una regla de
vida religiosa para mujeres. En su contenido y en su estructura se aleja de las
tradicionales reglas monásticas. Sus restos mortales descansan en la cripta de
la Basílica de santa Clara de Asís.
Fue canonizada un año después de su fallecimiento, por el
papa Alejandro IV.
Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 16 de julio.
Hija mayor del matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, la cual era
descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi. Ambas familias
pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís, Favorino tenía el título de
Conde de Sasso–Rosso. Clara tenía cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres
mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.
Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y
era devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y
Tierra Santa. Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en
oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo
entero, y fue por eso que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el
cual encierra dos significados, resplandeciente y célebre.
La niña Clara creció en el palacio fortificado de la familia,
cerca de la Puerta Vieja. Se dice que desde su más corta edad sobresalió en
virtud, se mortificaba duramente usando ásperos cilicios de cerdas y rezaba
todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas para
contarlas.
Cuando cumplió los 15 años, sus padres la prometieron en
matrimonio a un joven de la nobleza, a lo que ella se resistió respondiendo que
se había consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno.
Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia
para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente había
conmovido a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino
y comprendió que el modo de vida observada por el Santo era el que a ella le
señalaba el Señor.
Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y
Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el
camino a sus deseos. Así un día acompañada de una de sus parientes, a quien la
tradición atribuye el nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este
había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio
tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer
con él a su divino Maestro». Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de
Clara.
La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de
su casa y se encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes menores
con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la
imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor hacia
el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el
pesebre». Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante al
de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y
cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los
Hermanos Menores.
Clara prometió obedecer a san Francisco en todo. Luego, fue
trasladada al convento de las benedictinas de San Pablo.
Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero
fueron a buscarla al convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a
su casa, se trasladó a la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas
mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes.
Seis o diez días después de la huida de Clara, otra de sus
hermanas, Inés, huyó también a la iglesia de San Ángel a compartir con su
hermana el mismo régimen de vida. Más tarde fue a reunírseles su otra hermana,
Beatriz, y ya en san Damián, unos años más tarde, Ortolana, su madre.
Clara e Inés pronto abandonaron el beaterio de San Ángel.
Así Francisco habló con los camaldulenses del monte Subasio, que antes habían
donado a la nueva Orden la Porciúncula, los cuales le ofrecieron cederles la
iglesia de San Damián y la casa anexa, que serían desde ese momento la casa de
Clara durante 41 años hasta su muerte.
En aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la
vida de oración, de trabajo, de pobreza y de alegría, virtudes del carisma
franciscano. Por esa fecha el estilo de vida de Clara y sus hermanas llamó
fuertemente la atención y el movimiento creció rápidamente. La condición
requerida para admitir una postulante en San Damián era la misma que pedía
Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.
El convento no podía recibir donación alguna, pero debía
permanecer inquebrantable para siempre. Los medios de vida de las monjas eran
el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro
otras iban a mendigar de puerta en puerta. Clara, cuando las hermanas volvían
de mendigar, las abrazaba y las besaba en los pies.
San Francisco escribió poco después la norma de vida para
las hermanas y, por medio del Santo, obtuvieron del papa Inocencio III la
confirmación de esta regla en 1215, pues ese año, por orden expresa de
Francisco, aceptó Clara el título de abadesa de San Damián. Hasta entonces
Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes, pero después que el
Papa les aprobó la regla, las monjas debían de tener una superiora que las
gobernase.
Clara, a pesar de ser superiora, tenía la costumbre de
servir la mesa y brindar agua a las religiosas para que lavasen sus manos, y
cuidaba solícitamente de ellas. Cuentan que se levantaba todas las noches a
verificar si alguna religiosa estaba destapada. Francisco muchas veces le envió
enfermos a San Damián y Clara los sanaba con sus cuidados.
Ni aún estando enferma, lo que era frecuente, omitía el
trabajo manual. Así se dedicaba a bordar corporales, en la misma cama, que
mandaba a las iglesias pobres de las montañas del valle.
Así como en el trabajo era ejemplo para las religiosas, lo
era también en la vida de oración. Después de las completas, último oficio del
día, permanecía largo rato sola, en la iglesia ante el Crucifijo que habló a
San Francisco. Allí rezaba el “Oficio de la Cruz”, que había compuesto
Francisco. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy
temprano, para levantar a las hermanas, encender las lámparas y tocar la
campana para la misa primera.
Según la leyenda, una vez fue el Papa a San Damián; Santa
Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en ellas, para que el Santo padre
lo bendijera. El Papa pidió a la santa que fuera ella quien lo hiciera, a lo
que Clara se opuso rotundamente. El Papa la instó por santa obediencia a que
hiciera la señal de la cruz sobre los panes y los bendijera en el nombre de
Dios. Santa Clara, como verdadera hija de obediencia, bendijo muy devotamente
aquellos panes con la señal de la cruz, y al instante apareció en todos los
panes la señal de la cruz.
Su cama, en los inicios, eran haces de sarmiento con un
tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y un
áspero cojín; por orden de Francisco se redujo a dormir después en un jergón de
paja.
En los ayunos de Adviento, Cuaresma y de San Martín, Clara
no se alimentaba sino tres días en la semana, y solo con pan y agua. Para
reemplazar la mortificación corporal observó por largo tiempo la práctica de
usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia
dentro.
Estando una vez Clara gravemente enferma en la solemnidad de
la Natividad de Cristo, fue transportada milagrosamente a la iglesia de San
Francisco y así pudo asistir a todo el oficio de los maitines y de la misa de
medianoche, y además pudo recibir la sagrada comunión; después fue llevada de
nuevo a su cama.
Clara, ante Francisco, se manifestaba débil y necesitaba
consuelo y aliento pero en medio de sus hermanas era la madre revestida de
fortaleza para defenderlas y protegerlas.
Federico II mantenía una guerra contra el Papa y lanzó a los
Estados Pontificios arqueros mahometanos, sobre los que no tenían ningún poder
las excomuniones del Papa. En 1230, desde la cima de la fortaleza de Nocera, a
corta distancia de Asís, los sarracenos cayeron sobre el valle de Espoleto y
fueron a embestir el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el
monasterio significaba para las monjas no solo la muerte, sino probablemente la
violación. Todas, asustadas, se acogieron en torno a Clara, quien se encontraba
postrada en la cama debido a una gravísima enfermedad. Ella se hizo trasladar a
la puerta del convento, mandó que le trajeran el cáliz de plata en el que se
reservaba el Santísimo Sacramento y cayó de rodillas delante de Él, pidiendo el
amparo del cielo para sí y sus hijas. Cuenta la leyenda que del cáliz salió una
voz como de un niño que le dijo: “Yo os guardaré siempre”, tras lo cual se alzó
de la oración. En ese mismo instante los sarracenos levantaron el sitio del
monasterio y se fueron a otra parte.
Cuatro años más tarde, en junio de 1234, un milagro
parecido, las tropas de Federico, capitaneadas por Vital de Aversa, atacaban a
la ciudad de Asís y querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe
ante el Santísimo Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.
Este acontecimiento es celebrado siempre por los asisienses como fiesta nacional.
Otra muestra de su fortaleza se manifestó en la lucha que
sostuvo por años con el papa Gregorio IX a trueque de sostener la integridad
del voto de pobreza. El pontífice quería convencerla que aceptara algunos
bienes para el convento, como lo hacían las demás órdenes religiosas. A tal
punto llegó la disputa que el Papa llegó a decirle que si ella se creía ligada
por su voto, él tenía el poder y la obligación de desatárselo, a lo que ella
replicó: “Santísimo Padre, desatadme de mis pecados, mas no de la obligación de
seguir a Nuestro Señor Jesucristo”. Sólo dos días antes de morir vino a obtener
Clara, de Inocencio IV y a perpetuidad, el derecho de ser y permanecer siempre
pobre.
El verano del 1253 vino a Asís el papa Inocencio IV para ver
a Clara, la cual se encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la bendición
apostólica y la absolución de sus pecados, y el Sumo Pontífice contestó:
«Quiera el cielo, hija mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la
indulgencia de Dios». Cuando Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas: «Hijas mías, ahora más que nunca debemos
darle gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la sagrada hostia,
he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la tierra».
Desde aquel día las monjas no se separaron de su lecho,
incluso Inés, su hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En dos
semanas la santa no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.
Cuenta la historia que estando en el más hondo dolor,
dirigió su mirada hacia la puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una
procesión de vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas
de oro. Marchaba entre ellas una que deslumbraba más que las otras, de cuya
corona, que en su remate presenta una especie de incensario con orificios,
irradia tanto esplendor que convertía la noche en día luminoso dentro de la
casa; era la Bienaventurada Virgen María. Se adelantó la Virgen hasta el lecho
donde yacía Clara, e inclinándose amorosamente sobre ella, le dio un abrazo.
Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de los
frailes León, Ángel y Junípero. De ella se dijo: «Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la muerte».
La noticia de la muerte de la religiosa conmovió de
inmediato, con impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel
los hombres y las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en
medio de las frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un
cortejo de caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la
noche hicieron guardia vigilante en torno a los restos mortales de Clara. Al
día siguiente, llegó el Papa en persona con los cardenales, y toda la población
se encaminó hacia San Damián. Era justo el momento en que iban a comenzar los
oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el
Papa dijo que debía rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos,
como si quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la
sepultura. Sin embargo, el obispo de Ostia le observó que en esta materia se ha
de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.
Muy pronto comenzaron a llegar verdaderas multitudes de
peregrinos al lugar donde yacía la religiosa, popularizándose una oración a
ella dedicada: «Verdaderamente santa,
verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que tanto honor recibe de los
hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante Cristo, tú, que a tantos
guiaste a la penitencia, a tantos a la vida».
Al cabo de pocos días, su hermana Inés siguió a Clara a la
muerte.
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