La pequeña Calle del 7 de julio no llamaría la atención de no ser porque ofrece una bella perspectiva de la Plaza Mayor. Es, en realidad, una de sus nueve entradas y, más en concreto, una de las seis que Juan de Villanueva enmarcó por medio de un arco monumental de medio punto, dentro de su proyecto de reconstrucción de la plaza, tras el incendio de 1790 que comunica la calle Mayor con la Plaza Mayor.
Calle del 7 de Julio desde la calle Mayor |
El rey se apunta con los ganadores y destierra a los artífices de la sublevación, entre ellos Morillo, persona importante en la corte.
La revista Blanco y Negro, en su número del 8 de julio de 1899, 77 años después de aquellos hechos, recordaba así lo ocurrido: "La victoria fue completa para las tropas de la Constitución, y declarados en fuga los batallones de la Guardia Real, fueron acuchillados por las caballerías, siendo fama que el propio rey, viendo perdida su causa, azuzó desde un balcón de Palacio a los perseguidores".
Dice Pedro de Répide de esta calle:
Esta breve calle, tercera de las que van de la calle Mayor a la Plaza Mayor, llamábase primeramente de la Amargura. Dos orígenes tradicionales concédese a esta nombre.
La Plaza Mayor, que en su comienzo en tiempo de D. Juan II se llamaba plaza de Arrabal, por el inmediato de Santa Cruz, se extiende sobre una laguna, existente aún, y cuyas aguas formaban los antiguos Caños del Peral, y las Fuentes, que dieron nombre a la calle así denominada, y alimenta los caudales de agua que aparecen en dos establecimientos balnearios, el de San Felipe Neri y el de Oriente. Esta laguna era la llamada de Luján, por hallarse junto a la casa de D. Francisco de Luján, conocido como el del Arrabal para distinguirle de los de su mismo linaje que vivían dentro de la villa. Y dícese que por las amarguísimas hierbas que crecían en el lugar de su contorno, que correspondía al que había de ser emplazamiento de la calle de que hablamos, se la llamó de la Amargura.
Otra leyenda tiene asunto dramático y cierto aparato bélico. Era el día en que la gente de Madrid partía para ayudar a Alfonso XI en el sitio de Algeciras, y como salieran de la villa las mujeres a despedir a sus maridos, a sus hijos y a sus hermanos, el arzobispo de Toledo, que mandaba la expedición, no las permitió pasar más allá de la laguna, y lleno de emoción al ver tantas lágrimas hubo de decir: «¡Este es el sitio de la amargura!» Los madrileños siguieron su jornada, y aún le costó trabajo al arzobispo conseguir que desde Santa Cruz volvieran los niños que también pedían ir, y hubieron de contentarse con volver bien confortados con la bendición del prelado, a trabar contienda de política con los niños moriscos que vivían en Madrid.
La calle de la Amargura lo fue, en efecto, desde que la Plaza Mayor sirvió para los autos de fe y las ejecuciones capitales, porque muchos reos entraron por ella en el lugar del suplicio. Fue el más famoso de ellos el de D. Rodrigo Calderón, que siguió tan triste camino el 21 de octubre de 1621. Y cuando embocaba en la fatídica plaza, dijo aquello de que, como a Cristo, le habían llevado por delante de las casas de sus jueces y le hacían pasar por la calle de la Amargura.
Pero el día memorable de esta calle y de sus inmediatas, ya que fue también brioso el combate del arco de Boteros (actualmente de la calle de Felipe III), era el de la jornada de los milicianos, hoy hace noventa y nueve años, defendiendo con las armas en la mano lo que al cabo de un siglo no se defiende con igual empuje y valor.
El triunfo de la Constitución en 1820 seguía pesando abrumadoramente sobre el ánimo del más desleal de los príncipes a quien paradójica burla de la Historia había correspondido el más leal de los pueblos. El que declaró lo acontecido durante su ausencia "como si no hubiese pasado nunca", ardía en deseos de poder decir, como al fin dijo después, aquello otro de "los tres mal llamados años." El Madrid de los entusiasmos por Riego, y de las fogosidades tribunicias de los cafés de Lorencini y de La Fontana de Oro, ensombrecido, sin embargo, por el trágico exceso de la muerte del cura de Tamajón en la cárcel de Corona, y por el lamentable fin de la batalla de las Platerías, había visto al oficial Landáburu asesinado por sus soldados en el patio de Palacio, y los desmanes realistas de los anilleros y del Angel exterminador amenazando desde la sombra la existencia de tantas personas honradas sólo por el delito de amar la libertad y abominar el despotismo.
Los batallones de la Guardia real acechaban por momentos la hora de arrojarse sobre el pueblo, para imponerle de nuevo la Monarquía absoluta. Desde el día 2 hasta la noche del 6 de julio de 1822 se hallaban en El Pardo, dispuestos a atacar Madrid, don Luis Fernández de Córdoba, uno de los que lucharon contra el pueblo, y a quien fue menester luego un triunfo contra los carlistas que se le pueda perdonar el haber sido de los realistas de aquel día, aseguró siempre que él se había opuesto a que la Guardia real verificara aquella dolorosa intentona, y afirmó también el mismo rey desaprobaba la ocasión del movimiento.
Lo más verosímil, tratándose de Fernando VII, es que lo desaprobara cuando vio había resultado mal. Ello fue que en la madrugada del día 7 penetraron por el portillo de San Bernardino los oficiales realistas con unos dos mil hombres, y al llegar a la plaza de Santo Domingo se dividieron en dos columnas, una de las cuales se dirigió a la Puerta del Sol para apoderarse de la casa de Correos, lo cual no pudo conseguir, y otra a la Plaza Mayor, donde le fue imposible penetrar, y después de furiosos y repetidos ataques tuvo que huir, dando a la Milicia nacional y a los patriotas la victoria, que ha quedado en nuestros anales como una de las fechas gloriosas de la Libertad.
La desbandada de los realistas fue tremenda. El rey, desde los balcones de Palacio, la presenció, y aunque algún tiempo se dijo que llevó su villanía hasta el extremo de gritar a los nacionales que acuchillaran a los realistas, que buscaban asilo en el recinto de la augusta mansión, varios historiadores piadosamente han desmentido que así fuera. Pero poco importa, en verdad, que no llegara a ese exceso de palabra quien con tanta desenvoltura llegaba a los mayores de obra. Lo cierto es que los soldados vencidos huyeron como pudieron por la Cuesta de la Vega hacia el camino de Alcorcón, y que los oficiales culpables del desastre se refugiaran en la Casa de Campo, desde donde, por el subterráneo que comunica con el Campo del Moro, pasaron a Palacio, y durante muchos días estuvieron escondidos en las propias habitaciones reales.
Al día siguiente del combate, el 8, a las diez de la mañana, en la Plaza Mayor, se elevaba un sencillo altar, y a su alrededor formaban el cuadro la Milicia Nacional y las fuerzas del Ejército fieles a la Constitución. Una inmensa muchedumbre llenaba el vasto lugar, y ante el enorme concurso el obispo auxiliar de Madrid entonó un solemne "Te Deum" en aquel altar de la patria para dar gracias a la Divinidad por haber librado a España del absolutismo. Aquella conmovedora ceremonia, más bien cívica que religiosa, tenía la virtud de purificar la Plaza Mayor de los horrores seculares de los autos de fe.
El 15 de septiembre se celebraron en San Isidro las solemnes honras fúnebres por los que habían perecido el 7 de Julio defendiendo la Libertad. En el centro de la representación del Ayuntamiento había siete mujeres enlutadas, viudas o parientes de los muertos. La iglesia estaba llena de pueblo y de soldados. Celebró de pontifical el obispo auxiliar, y fue pronunciada una admirable oración fúnebre. Durante las exequias, descargas de fusilería y salvas de artillería, en las afueras de la ciudad, solemnizaban los momentos, y al final desfilaron las tropas por delante de la lápida constitucional.
El día 24 del mismo mes se celebró en el Prado un colosal banquete popular en honor de los héroes supervivientes, Las fuentes y lugares principales se adornaron con flores y estatuas. Ochocientas mesas de a doce cubiertos fueron colocadas en las alamedas inmediatas al Salón, que permaneció despejado para el paseo militar que precedió a la comida. En cuatro mesas de preferencia, y de cincuenta cubiertos, tuvieron su puesto las autoridades y Corporaciones, en unión de los heridos y parientes de los muertos en la contienda. En total se juntaron unos ocho mil comensales, que eran cuantas personas habían llevado armas por la Constitución el memorable día.
Por cierto que un descomunal aguacero vino a perturbar el desfile, y aunque los realistas quisieron aprovecharse de aquel accidente para decir burletas a los liberales, de entre éstos surgió una copla, que se cantó mucho aquella noche y en los días siguientes:
"Pensaron que el agua
apagaría el fuego;
no saben que un Riego
fue quien le hizo arder."
En el arco de la calle de la Amargura, que había de cambiar su nombre por el de la fecha insigne, colocóse en 1840 la lápida que perpetúa la memoria de aquel día, y es adornado con flores y guirnaldas a cada aniversario, en el que, como recuerdo y, por lo visto, no como ejemplo, se ven aparecer los ya legendarios morriones de los milicianos.
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