Abrióse en parte del terreno que ocupaba la calle de Santa Catalina la Vieja, que fue derribada en tiempo de los franceses, pues José Bonaparte, que preparó en mucho la reforma urbana de Madrid, hizo demoler conventos y casas en los alrededores de Palacio, dejando dispuesto el terreno para la construcción que años más tarde había de hacerse de la plaza de Oriente y las calles abocadas a ella.
La calle de Carlos III tiene una fisonomía característica, que la dan, de un lado, la entrada al teatro Real por la puerta de contaduría, que es la más frecuentada, y del otro la permanencia de uno de los pocos cafés la antigua usanza que van quedando en Madrid El Español con su decorado muy siglo XIX y su público de músicos y partes de la ópera, y en cuyos billares, lo que es una nota curiosa de la vida nocturna madrileña, se agolpa a la hora de la función en el vecino coliseo la muchedumbre de quienes desean entrar en él, formando parte de la "claque", que en este teatro, como en ningún otro, conserva la tradicional y transcendental importancia de la clase de "alabarderos".
Nada más justo sino que esta calle, que tiene su origen en la reforma de un renovador como José I, lleve el nombre de un monarca a quien tanto debe el progreso y el embellecimiento de esta villa. Carlos III fue hijo de Felipe V y de su segunda mujer, Isabel de Farnesio, y nació en Madrid el 20 de enero de 1716. A los dos años de edad fue designado como gran duque de Parma, Piacenza y Toscana, y a los quince fue a sus estados. Después de la acción guerrera del duque de Montemar quedó, en 1734, reconocido como rey de Nápoles y Sicilia. De aquella corte, donde dejó excelente recuerdo de su reinado, pasó a España, cuyo trono debía ocupar por muerte de su hermano Fernando VI, finado sin sucesión directa, y fue proclamado como tal en 11 de septiembre de 1759. Mérito grande de aquel monarca fue el de saberse rodear de hombres de talento y no estorbarles sus intentos. Él personalmente no era un hombre de grandes luces, y más bien pacato y timorato. El caballero Casanova, que le conoció y estudió su corte, da una idea menguada de aquel príncipe, a quien llamaban «el rey carnero» por la configuración verdaderamente ariética de su rostro. Pero no pueden escatimarse los elogios por que dejó hacer, que al fin y a la postre era como si lo hubiera hecho él.
En materia internacional su reinado fue desastroso, pues su «Pacto de familia» comprometió seriamente a España. Sin embargo, una nota favorable hay en las campañas de aquel reinado. La ayuda a la emancipación de los Estados Unidos. En el interior del reino laboró por la cultura, promovió admirables obras públicas, colonizó Sierra Morena y decretó la expulsión de los jesuitas.
En Madrid, y casi siempre por obra del arquitecto ingeniero don Francisco Sabatini, que por cierto carece de calle en la capital de España, dejó memoria suya en edificios, instituciones y monumentos como la puerta de Alcalá, el ministerio de Hacienda, el Museo del Prado, que mandó erigir a Villanueva, con destino a las Ciencias Naturales, la iglesia de San Francisco el Grande, el paseo del Prado con sus fuentes, el jardín Botánico, la casa de Floridablanca llamada luego de los Ministerios; las Caballerizas reales, la casa de la Academia de San Fernando, el establecimiento del colegio de San Carlos para los estudios de Medicina, la creación del Banco de San Carlos y la terminación del magnífico Palacio Real.
Casó con doña María Amalia de Sajonia, ratificándose el matrimonio en Gaeta el 19 de junio de 1737. Con este motivo creó en el reino de Nápoles la Orden de San Telmo. De igual modo, siendo rey de España, y por haber dado a luz la princesa de Asturias, María Luisa, al infante Carlos Clemente en 1771, creó la real y distinguida Orden de Carlos III, dedicada a la Purísima Concepción. Murió en el Palacio Real de Madrid el 14 de diciembre de 1788.
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