viernes, 20 de febrero de 2015

Calle de Luis Vélez de Guevara

Calle de Luis Vélez de Guevara

La calle de Luis Vélez de Guevara transcurre entre la calle de la Magdalena y la calle de Atocha


Antiguamente se llamaba de las Urosas, por dos hermanas, dueñas de los terrenos donde se abrió posteriormente la calle, cuyo apellido era Urosa. En el plano de Texeira figura con el nombre -probablemente erróneo- de Rosas. Desde 1903 recibe el nombre de Luis Vélez de Guevara (1570-1644), en recuerdo del autor de la novela crítico-picaresca El diablo cojuelo.
Luis Vélez de Guevara (Écija, Sevilla, 1 de agosto  de 1579  – Madrid, 10 de noviembre  de 1644), dramaturgo  y novelista  español  del Siglo de Oro  autor de El diablo Cojuelo. Se ubica dentro de la estética del Barroco  conocida como conceptismo  y fue padre del también dramaturgo Juan Vélez de Guevara.

Fue hijo del licenciado Diego Vélez de Dueñas y de Francisca Negrete de Santander, ambos de corta hacienda y de probable ascendencia conversa. Estudió en la Universidad de Osuna, donde se graduó de bachiller en Artes el 3 de julio de 1596, de forma gratuita por ser pobre.

Después fue cuatro años paje del cardenal Rodrigo de Castro, arzobispo de Sevilla; por entonces escribió su primera comedia, El príncipe transilvano (1597–1598). Al morir el cardenal, en 1600, marchó como soldado a Italia en el ejército del Conde de Fuentes, participando en las campañas de Saboya, Milán  y Nápoles  bajo el nombre de Luis Vélez de Santander. También tomó parte en la jornada de Argel  con el almirante genovés Andrea Doria  y estuvo bajo el mando de Pedro de Toledo en las galeras de Nápoles, lo cual, según su hijo, le llevó seis años, aunque los documentos se refieren, sin embargo, a dos años, ya que parte de ellos los pasó en la Corte, en Valladolid, y aún estuvo un tiempo en Sevilla. Se estableció con la Corte en Madrid  en 1607 y entró al servicio del Conde de Saldaña, hijo del Duque de Lerma, dedicándose también a la abogacía y a las letras, y empezó a utilizar los apellidos por los cuales es más conocido desde 1608, año en que el 24 de septiembre se casa con Úrsula Remesyl (o Ramisi) Bravo, a la que también cambió el apellido por Bravo de Laguna. De ella tendrá en 1611  al también dramaturgo Juan Crisóstomo Vélez de Guevara. Aún casaría dos veces más (en 1618 con Ana María del Valle, fallecida de sobreparto el 20 de noviembre de 1619, y con María López de Palacios en 1625), manteniendo además algunas amantes y muchos hijos, por lo cual siempre pasó gran parte de su vida endeudado. Es falso que se hubiera casado en una cuarta ocasión.
El cambio de apellido se debe a quererse honrar con el de un presunto antepasado suyo, uno de los trescientos caballeros que sacó de Ávila el rey Alfonso X el Sabio  para ganar Jerez de la Frontera. Como cuenta Emilio Cotarelo, un tal Luis de Santander fue quemado por judaizar en 1554 en su natal Écija, por lo que le convenía rehuir ese apellido e inventarse una hidalguía  inexistente para poder medrar.

En 1608 publicó su Elogio del juramento del Serenísimo Príncipe don Felipe Domingo, cuarto de este nombre, en cuya portada se titula «criado del Conde de Saldaña». A partir de 1611 abundan los documentos que testimonian su fama como poeta y dramaturgo (fue uno de los pocos poetas dramáticos que siempre tuvo admiradores y nunca enemigos). Sin embargo, las primeras comedias que se le publicaron, El espejo del mundo y El hijo de la barbuda, lo fueron en 1612. Por desavenencias con el Conde de Saldaña abandonó su servicio y empezaron sus habituales problemas económicos a causa, entre otras cosas, de su enorme familia, si se ha de juzgar por los numerosos versos de circunstancias que dedicó a pedir; se ganó fama por ello de poeta pesetero o pedigüeño, bajo el sobrenombre de «el importuno Lauro»; aun en su testamento deja una enorme lista de pequeñas deudas que satisfacer. Entró, sin embargo, al servicio del Marqués de Peñafiel, hijo del Duque de Osuna, durante dos años, y, después de haber sido breve tiempo ujier del Príncipe de Gales, futuro Carlos I, en 1623, alcanzó en 1625 un buen cargo similar, el de ujier de cámara regia, aunque... sin sueldo, salvo gajes de la casa, médico, botica y entierro. Esto le dio alguna tranquilidad para consagrarse a su obra dramática, en la que logró grandes éxitos (El rey en su imaginación, 1625; Si el caballo vos han muerto, 1633; Los amotinados de Flandes, 1634; La nueva ira de Dios, 1635). En 1633 consiguió una cierta estabilidad económica al lograr una pensión mensual de doscientos reales, lo que, en marzo de 1636, fue sustituido por otra merced del monarca, un puesto de carnicería en el mercado; pidió sin embargo en continuos memoriales ayuda de vestuario y condumio, algo habitual en quienes vivían de las letras, siempre, con todo, muy dignamente, pues al mismo rey se quejaba en estos términos:
No hay Marqués de Villafranca
ni Conde partinuplés.
Todos son por un rasero
Marqueses de Peñafiel,
Condestables de Noescuches,
Mariscales de Novés,
tan fanfarrones de bolsas,
tan escollos de arancel,
que aunque con plagas les pida
no darán un alfiler.

Colaboró en academias literarias y certámenes poéticos serios o burlescos, y organizó veladas teatrales en Palacio, con representaciones propias y comedias «de repente». Incluso llegó a corregir las obras del propio Felipe IV. Sin embargo restringió los temas de sus dramas a la Historia profana o bíblica. En 1641 publicó su obra más conocida, la novela El diablo cojuelo. Verdades soñadas y novelas de la otra vida, en un estilo muy conceptista. Poco después, en 1642, cedió su cargo de ujier a su hijo Juan, quien fue también escritor y dramaturgo, si bien menos fecundo que su padre, y se retiró. Murió en su casa de la calle de las Urosas asistido por su esposa, María de Palacios, el 10 de noviembre de 1644, de unas calenturas malignas y un «aprieto de orina»; poco antes había testado ante Lucas del Pozo, dejando por albaceas al duque de Veragua y a fray Justo de los Ángeles; está enterrado en la capilla de los Duques de Veragua, en Doña María de Aragón.

Todos los ingenios de su época alaban unánimemente en él, como Cervantes, «lustre, alegría y discreción de trato». En su época llegó a rivalizar con el propio Lope de Vega  y Calderón  por el cetro del teatro español, tanto en los corrales de comedias como en los coliseos de la realeza. Lope mismo no le escatimó elogios en su Filomena y en su Laurel de Apolo, como tampoco Francisco de Quevedo, Juan Pérez de Montalbán  o Cervantes, quien, sin embargo, en el prólogo que puso en 1615 a sus propias comedias, veía excesivas sus aparatosas escenografías llenas de «rumbo, tropel, boato y grandeza». Montalbán escribió en su Para todos que

Había escrito más de cuatrocientas comedias, y todas ellas de pensamientos sutiles, arrojamientos poéticos y versos excelentísimos y bizarros, en que no admite comparación su valiente espíritu.

De esas más de cuatrocientas comedias, cifra en que concuerdan no menos de tres testimonios de la época, se habían conservado ochenta en tiempos de Cayetano Alberto de la Barrera; hoy su número alcanza a unas cien. Han estudiado la vida y obra de Vélez Cayetano Alberto de la Barrera, Paz y Meliá, Pérez y González, Cristóbal Pérez Pastor, Adolfo Bonilla y San Martín  y Francisco Rodríguez Marín.

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