La calle de Luis Vélez de Guevara transcurre entre la calle de la Magdalena y la calle de Atocha.
Antiguamente se llamaba de las Urosas, por dos
hermanas, dueñas de los terrenos donde se abrió posteriormente la calle, cuyo
apellido era Urosa. En el plano de Texeira figura con el nombre -probablemente
erróneo- de Rosas. Desde 1903 recibe el nombre de Luis Vélez de Guevara (1570-1644), en recuerdo del autor de la novela crítico-picaresca El diablo
cojuelo.
Luis Vélez de Guevara (Écija, Sevilla, 1 de agosto de 1579
– Madrid, 10 de noviembre de 1644),
dramaturgo y novelista español
del Siglo de Oro autor de El
diablo Cojuelo. Se ubica dentro de la estética del Barroco conocida como conceptismo y fue padre del también dramaturgo Juan Vélez
de Guevara.
Fue hijo del licenciado Diego Vélez de Dueñas y de Francisca
Negrete de Santander, ambos de corta hacienda y de probable ascendencia
conversa. Estudió en la Universidad de Osuna, donde se graduó de bachiller en
Artes el 3 de julio de 1596, de forma gratuita por ser pobre.
El cambio de apellido se debe a quererse honrar con el de un
presunto antepasado suyo, uno de los trescientos caballeros que sacó de Ávila
el rey Alfonso X el Sabio para ganar
Jerez de la Frontera. Como cuenta Emilio Cotarelo, un tal Luis de Santander fue
quemado por judaizar en 1554 en su natal Écija, por lo que le convenía rehuir
ese apellido e inventarse una hidalguía
inexistente para poder medrar.
En 1608 publicó su Elogio del juramento del Serenísimo
Príncipe don Felipe Domingo, cuarto de este nombre, en cuya portada se titula
«criado del Conde de Saldaña». A partir de 1611 abundan los documentos que
testimonian su fama como poeta y dramaturgo (fue uno de los pocos poetas
dramáticos que siempre tuvo admiradores y nunca enemigos). Sin embargo, las
primeras comedias que se le publicaron, El espejo del mundo y El hijo de la
barbuda, lo fueron en 1612. Por desavenencias con el Conde de Saldaña abandonó
su servicio y empezaron sus habituales problemas económicos a causa, entre
otras cosas, de su enorme familia, si se ha de juzgar por los numerosos versos
de circunstancias que dedicó a pedir; se ganó fama por ello de poeta pesetero o
pedigüeño, bajo el sobrenombre de «el importuno Lauro»; aun en su testamento
deja una enorme lista de pequeñas deudas que satisfacer. Entró, sin embargo, al
servicio del Marqués de Peñafiel, hijo del Duque de Osuna, durante dos años, y,
después de haber sido breve tiempo ujier del Príncipe de Gales, futuro Carlos I,
en 1623, alcanzó en 1625 un buen cargo similar, el de ujier de cámara regia,
aunque... sin sueldo, salvo gajes de la casa, médico, botica y entierro. Esto
le dio alguna tranquilidad para consagrarse a su obra dramática, en la que
logró grandes éxitos (El rey en su imaginación, 1625; Si el caballo vos han
muerto, 1633; Los amotinados de Flandes, 1634; La nueva ira de Dios, 1635). En
1633 consiguió una cierta estabilidad económica al lograr una pensión mensual
de doscientos reales, lo que, en marzo de 1636, fue sustituido por otra merced
del monarca, un puesto de carnicería en el mercado; pidió sin embargo en
continuos memoriales ayuda de vestuario y condumio, algo habitual en quienes
vivían de las letras, siempre, con todo, muy dignamente, pues al mismo rey se
quejaba en estos términos:
No
hay Marqués de Villafranca
ni
Conde partinuplés.
Todos
son por un rasero
Marqueses
de Peñafiel,
Condestables
de Noescuches,
Mariscales
de Novés,
tan
fanfarrones de bolsas,
tan
escollos de arancel,
que
aunque con plagas les pida
no
darán un alfiler.
Colaboró en academias literarias y certámenes poéticos
serios o burlescos, y organizó veladas teatrales en Palacio, con
representaciones propias y comedias «de repente». Incluso llegó a corregir las
obras del propio Felipe IV. Sin embargo restringió los temas de sus dramas a la
Historia profana o bíblica. En 1641 publicó su obra más conocida, la novela El
diablo cojuelo. Verdades soñadas y novelas de la otra vida, en un estilo muy
conceptista. Poco después, en 1642, cedió su cargo de ujier a su hijo Juan,
quien fue también escritor y dramaturgo, si bien menos fecundo que su padre, y
se retiró. Murió en su casa de la calle de las Urosas asistido por su esposa,
María de Palacios, el 10 de noviembre de 1644, de unas calenturas malignas y un
«aprieto de orina»; poco antes había testado ante Lucas del Pozo, dejando por
albaceas al duque de Veragua y a fray Justo de los Ángeles; está enterrado en
la capilla de los Duques de Veragua, en Doña María de Aragón.
Todos los ingenios de su época alaban unánimemente en él,
como Cervantes, «lustre, alegría y discreción de trato». En su época llegó a
rivalizar con el propio Lope de Vega y
Calderón por el cetro del teatro
español, tanto en los corrales de comedias como en los coliseos de la realeza.
Lope mismo no le escatimó elogios en su Filomena y en su Laurel de Apolo, como
tampoco Francisco de Quevedo, Juan Pérez de Montalbán o Cervantes, quien, sin embargo, en el
prólogo que puso en 1615 a sus propias comedias, veía excesivas sus aparatosas
escenografías llenas de «rumbo, tropel, boato y grandeza». Montalbán escribió
en su Para todos que
Había escrito más de
cuatrocientas comedias, y todas ellas de pensamientos sutiles, arrojamientos
poéticos y versos excelentísimos y bizarros, en que no admite comparación su
valiente espíritu.
De esas más de cuatrocientas comedias, cifra en que
concuerdan no menos de tres testimonios de la época, se habían conservado
ochenta en tiempos de Cayetano Alberto de la Barrera; hoy su número alcanza a
unas cien. Han estudiado la vida y obra de Vélez Cayetano Alberto de la Barrera,
Paz y Meliá, Pérez y González, Cristóbal Pérez Pastor, Adolfo Bonilla y San
Martín y Francisco Rodríguez Marín.
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