La calle de Rodrigo de Guevara es un corto atajo que une la
calle de Santa Ana y la calle de Mira el Río Alta, cerca de la plaza del General Vara de Rey.
Anteriormente se llamaba calle de la Chopa. Es muy corta y
estrecha. En otros tiempos, fue extremadamente estrecha. Los vecinos casi
podían dar la mano a los de enfrente, para saludarlos desde su ventana. Pedro
de Répide sólo habla de la calle de Chopa en El Madrid de los Abuelos. Dice que
era “tan estrecha, que una bicicleta sería el único vehículo que podría pasar
por ella, si su empedrado no fuera tan adverso a los neumáticos como a la
planta de los pies”.
Sus casas, actualmente, han cambiado porque fueron
restauradas, dejando más espacio a la calzada y las aceras. Su suelo está en
buenas condiciones. Todo lo pintoresco del pasado de este callejón ha
desaparecido. Las fachadas están limpias, discretas y es un lugar tranquilo.
Son ocho números, cuatro pares y cuatro impares.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando Madrid empezó a ser la
capital del Imperio, la calle de Chopa no era calle, era sólo un gran huerto
con un estanque, álamos y sauces, cuyo propietario se apodaba “Chopa”; en él
jugaban, o se reunían para estudiar, dos adolescentes. Uno se llamaba Rodrigo y
era el hijo de Chopa, el otro se llamaba Miguel. Juntos recibían clases en los
Estudios de la Villa y juntos también cantaban, Rodrigo el que más, en la Capilla
del Obispo de la plaza de la Paja.
Rodrigo enfermó de viruelas. Ingresó en el hospital de san
Lázaro en la Cuesta de la Vega y su amigo no quiso dejarle solo, ni un momento.
Por suerte, Miguel no se contagió y Rodrigo se curó, muy debilitado.
Estos grandes amigos eran Rodrigo de Guevara y Miguel de
Cervantes. Dos vidas que empezaron paralelas y tomaron rumbo diferente. La
memoria de Cervantes, Príncipe de los Ingenios, quedó inmortal, principalmente
gracias a su obra “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Rodrigo
siguió con su tranquila vida, pero su recuerdo se perpetuó en la Capilla del
Obispo. Afirma Répide que su cabeza está esculpida en el sepulcro de Don
Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo de Plasencia, en medio de “alegorías, niños de coro, relieve de la
Oración del Huerto, y mil gentilezas del plateresco más rico y espléndido.
Labrado todo en alabastro, (…) por escultor desconocido, que puede ser el mismo
autor del retablo, Francisco Giralte.” (Elías Tormo, Las iglesias del
antiguo Madrid). Y la Villa le rindió el honor de poner su nombre a una
callejuela.
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