miércoles, 11 de febrero de 2015

Plaza de Oriente

Plaza de Oriente

La plaza de Oriente está situada en el centro histórico de la ciudad. Se trata de una plaza rectangular de cabecera curvada, de carácter monumental, cuyo trazado definitivo responde a un diseño de 1844 de Narciso Pascual y Colomer, heredero de varios proyectos anteriores. Uno de sus principales impulsores fue el rey José I, quien ordenó la demolición de las casas medievales situadas sobre su solar.

De esta plaza salen o la circundan las calles de San Quintín, de Pavía, de Felipe V, de Carlos III, de Lepanto, de Requena y de Bailen

Está presidida por dos de los edificios más relevantes de la capital: su contorno occidental lo delimita el Palacio Real y el oriental el Teatro Real. Su cara norte la conforma el Real Monasterio de la Encarnación, al que le fue expropiado el Huerto de la Priora para integrarlo dentro de la plaza.

Además de los citados edificios, esta plaza monumental alberga diferentes jardines histórico-artísticos y una colección escultórica, en la que destaca especialmente la estatua ecuestre Felipe IV, obra del siglo XVII de Pietro Tacca. Está considerada como la primera estatua ecuestre del mundo sujetada únicamente por las patas traseras del caballo.

La idea de realizar una gran plaza junto al Palacio Real de Madrid se remonta al siglo XVIII, con el proyecto de Juan Bautista Sachetti, uno de los arquitectos del edificio, de situar una zona ajardinada en su parte oriental.

Durante el reinado de José Bonaparte, que se extendió de 1808 a 1813, se acometieron las primeras demoliciones de manzanas en el entorno del palacio, dentro de un plan urbanístico de apertura del viario para toda la ciudad, que le valió al monarca el sobrenombre de Pepe Plazuelas (además del conocido de Pepe Botella).


En lo que respecta a la plaza propiamente dicha, el proyecto de González Velázquez disponía una planta semicircular, articulada alrededor de un pórtico y seis manzanas de casas, tres a cada lado del teatro.

En 1836, durante el reinado de Isabel II, se tomó la decisión de derribar los edificios comenzados en tiempos de Fernando VII y acometer un nuevo diseño, acorde con el Teatro Real. A pesar de que este edificio no se concluyó hasta 1850, su fachada occidental, la que da a palacio, fue un condicionante en todo momento en el trazado de la plaza.

En 1842, se barajó la posibilidad de realizar una plaza rectangular con cabecera curvada, cerrada por seis manzanas simétricas. Esta planta fue finalmente incorporada, si bien se redujo el número de manzanas a dos, una a cada lado del teatro, según el diseño definitivo de Narciso Pascual y Colomer (1844). En 1851, empezaron a construirse los edificios de viviendas del contorno de la plaza, a partir de este último proyecto.

Los jardines de la plaza han sufrido importantes variaciones a lo largo del tiempo. Hasta 1941, se disponían circularmente alrededor del monumento a Felipe IV, que ocupa el centro del recinto. En torno a la estatua del monarca, estaban situadas 44 esculturas, correspondientes a diferentes reyes españoles, pero en 1927 se redujo su número a veinte.

El diseño actual de los jardines, creado en 1941, sigue tomando como punto de referencia la estatua de Felipe IV, pero distribuye los jardines cuadricularmente. Las veinte estatuas de los monarcas se sitúan longitudinalmente, en dos hileras de diez, a ambos lados del monumento central.

Durante los años del franquismo se convirtió en un símbolo político de quienes estaban a favor de la dictadura, debido a que era allí donde se realizaban las manifestaciones de ensalzamiento al general Franco

A mediados de los años noventa, durante el mandato del alcalde José María Álvarez del Manzano, la plaza volvió a ser remodelada. Se soterró la calle de Bailén, que separaba la plaza propiamente dicha de la fachada oriental del Palacio Real, de tal forma que la plaza llega directamente hasta este edificio. También se ganaron otros espacios peatonales en los aledaños del Teatro Real, al tiempo que se procedió a un nuevo empedrado.

Bajo la plaza se construyó un aparcamiento subterráneo, dentro de un proyecto que inicialmente contemplaba la creación de un centro comercial en el subsuelo, idea que finalmente fue desestimada. Las obras de remodelación, que concluyeron en 1996, estuvieron envueltas de cierta polémica, ante el descubrimiento de restos arquelógicos, algunos de los cuales fueron destruidos al considerarse de escaso valor.
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Dice Pedro de Répide de este lugar:

Entre las calles de Bailén, San Quintín, Pavía, Felipe V, Carlos III, Lepanto y Requena, b. de Carlos III, d. de Palacio, p. de Santiago. 

Nos hallamos ante uno de los parajes más interesantes de Madrid. La vasta plaza, adornada de jardines, que se extiende entre el palacio y el teatro Real. Iniciada por José Bonaparte con el derribo de vetustos edificios y la desaparición de callejuelas, siendo el intento de aquel monarca hacer una gran vía que, utilizando la del Arenal, permitiese que el regio Alcázar fuese visto desde la Puerta del Sol. La plaza de San Gil y las calles del Tesoro, de la Parra, del Carnero, del Buey, Juego de Pelota y Jardín de la Priora existían, hasta 1810, en los terrenos que habían de dejar espacio para la anchurosa plaza que conocemos, a uno de cuyos extremos, el del jardín de Lepanto, queda el emplazamiento que ocupó en remotos tiempos la puerta de Balnadú, al Norte de la muralla del Madrid árabe. 

Los edificios considerables que se hallaban delante del Alcázar, y por consiguiente del Palacio nuevo, en lo que había de ser plaza de Oriente, eran el convento de San Gil el Real y la Casa del Tesoro. Fundado fue el primero por el piadoso rey D. Felipe III, quien deseando tener cerca de su casa a los religiosos de San Pedro de Alcántara, de quienes era muy devoto, dio orden para que se extinguiese la parroquia que con la misma advocación de San Gil y San Miguel de la Sagra había en ese sitio. Y el miércoles Santo, 22 de marzo de 1600, fueron los religiosos en procesión desde las Descalzas Reales a aquella antigua parroquia, que, con agregación de algunas casas inmediatas, les sirvió de convento hasta que por el año 1613 se dio principio al edificio que existió hasta principios del siglo XIX, pues habiéndose construido en tiempos de Carlos III un nuevo convento de San Gil, en el Prado de Leganitos, no llegó a ser ocupado por los frailes y sí utilizado posteriormente como cuartel. 

La Casa del Tesoro, también contigua a Palacio, fue, como su nombre indica, el primitivo Ministerio de Hacienda, y en este edificio estableció Felipe V la Real Biblioteca Pública, fundada por él, y origen de la Biblioteca Nacional. 

Por no haber podido realizar sus proyectos José I, encontró Fernando VII en estos lugares un enorme solar formado por los derribos, y en 1818 se procedió al desmonte de los terrenos por cuenta del Ayuntamiento y formando el nivel del piso con tanta deficiencia en el relleno que esa es la causa de la inestabilidad del piso en la plaza de Oriente y el motivo de que se hayan hundido por algunas partes la verja circular y los bancos a ella adosados y de que vacilen en sus pedestales las estatuas de los reyes, algunas de las cuales han llegado a sufrir el derrumbamiento. 

El mismo año 1818 se dispuso la construcción del teatro Real, que, según el primer proyecto, debía quedar unido a Palacio por una galería circular, de la cual se hicieron los cimientos y se comenzó la edificación; pero no tardó en ser abandonado ese intento, quedando interrumpida la comunicación directa de Palacio con el centro de Madrid, hasta que en 1881, durante la Regencia de Espartero, siendo tutor de la reina don Agustín Argüelles e intendente de la Real Casa D. Martín de los Heros, concibieron estos preclaros varones la idea de formar la plaza tal como actualmente se encuentra. 

Trazóse el jardín circular en cuyo torno habían de colocarse la mayor parte de las estatuas de piedra, que se habían hecho para la balaustrada superior de Palacio, y reservóse el centro del vergel para la figura ecuestre de Felipe IV, que estaba en un patio del Buen Retiro y que se pensó situar en el parterre, construido por entonces en aquel real sitio. 

También quedaron señalados los jardines laterales, haciéndose para ese fin el pretil de las calles de Lepanto y de Requena. 

Así comenzó a tomar aspecto urbano aquel gran espacio, que comprendía no sólo el perímetro de la que había de ser plaza de Oriente y los derribos ya mencionados, sino los del convento de Santa Clara, la Parroquia de San Juan y el teatro de los Caños del Peral, de modo que durante varios años había quedado cerrada por medio de unas tablas la parte comprendida entre la iglesia de Santiago, la calle del Espejo y la Encarnación, con un puentecillo en la embocadura de la calle de las Fuentes, y por el cual se prohibía el paso durante la noche. 

Por real orden de 1 de enero de 1817 dispúsose la demolición del antiguo teatro de los Caños del Peral, que había sido declarado ruinoso por el arquitecto mayor de la villa, y en abril del siguiente año quedó arrasado el sitio que ocupó el coliseo, limpio el piso de materiales y al nivel de los terrenos de la plaza de Oriente. 

Decidida la construcción de un nuevo y gran teatro en aquel lugar, encomendóse al arquitecto D. Antonio López Aguado la formación de los planos, y se comenzó inmediatamente a abrir la zanja para los cimientos. En 14 de julio de 1820 se ordenó la suspensión de los trabajos, por escasez de fondos en la Tesorería de la real casa, a cuyas expensas se hacían las obras, y fueron éstas reanudadas en noviembre del mismo año, hasta que los acontecimientos del año 23 determinaron otra suspensión que había de durar ocho años. 

Falleció López Aguado, y fue encargado de la construcción el arquitecto D. Custodio Moreno, a quien se le imponía la obligación de no separarse para nada de lo proyectado por su antecesor. Prosiguieron los trabajos con algún impulso; pero en 1837 sufrieron una nueva interrupción. Sin embargo, ya estaba construida una buena parte del edificio. En la que sucesivamente hubo salón de bailes, y de sesiones del Congreso, cuartel de la Guardia civil y almacén de pólvora. En 17 de octubre de 1843 creóse una Junta para entender en el deslinde de la propiedad del teatro, y la cual fue formada por D. Mariano de la Paz García, D. Pedro Miranda y D. Manuel de la Fuente Andrés, quienes informaron favorablemente a su terminación.

No obstante, transcurrieron siete años hasta que en mayo de 1850 se dieron las órdenes necesarias para que el teatro estuviese totalmente terminado en el plazo de cinco meses. Así hubo de verificarse, acabándole el maestro de obras D. Francisco Cabezuelo. 

Y el conde de San Luis, al que se debía esa disposición, así como que el teatro Español fuese creado, sufrió por ello acusaciones que contribuyeron a su caída, en 1854. 

El famoso Salón de Oriente, donde se celebraban los bailes más famosos de 1837, sirvió luego de salón para sesiones de Cortes, y conserva el recuerdo de que el primer año en que fue utilizado para tal fin, 1841, fue cuando una tarde de mayo hubo de llegar a él Espronceda, que venía presurosamente a caballo desde Aranjuez, esclavo de la disciplina parlamentaria, y retirándose enfermo del Congreso, fue a su casa de la calle de la Greda para morir en breve tiempo. Este local hubo de ser dedicado a teatro del Conservatorio, cuando se terminaron la sala y escenario grandes de la ópera, y el 20 de abril de 1867, en ocasión de hallarse ensayando la Sociedad de Conciertos, sufrió un incendio. Restaurado aquel mismo año, continuó y prosigue destinado al mismo fin de la Escuela Nacional de Música y Declamación. 

El día de Santa Isabel, 19 de noviembre de 1850, inauguróse finalmente el gran teatro Real, con el estreno de «La favorita», de Donnizetti, cantada por Marietta Alboni, Italo Gardoni, Paolo Barroilhet y Carlos Fornos. Fueron los primeros directores de orquesta D. Miguel Rachele y D. Juan Guillermo Ortega, y el maestro de coros era el célebre compositor D. Joaquín Espín y Guillén, padre del maestro Espín y Colbrand, y de Julia, la gran cantante, musa de Bécquer. Todavía el edificio del teatro Real, que ya había hecho oficios militares en la noche del 7 de octubre de 1841, sirvió de ciudadela en las jornadas de 1854 y 1856. Y celebrándose en él reuniones ciudadanas cuando la revolución que siguió a la vicalvarada, la sala del coliseo, donde eran oídos los más ilustres cantores, conoció la aparición de Castelar como orador. 

La planta del edificio tiene la figura de un hexágono irregular de 72.852 pies cuadrados, siendo su fachada más breve la que da a la plaza de Oriente, constituida primitivamente por el vestíbulo de carruajes con una terraza, a la que se salía por un salón que se había destinado para descanso de las personas reales. 

Pero en el último cuarto de siglo se pensó en cubrir la terraza, añadiendo un piso a esa fachada, con arcos de medio punto y adornos de alegorías musicales y de algunos célebres maestros. Así se hizo, quedando terminada en 1891 por el arquitecto D. Joaquín de la Concha Alcalde. 

No es, por cierto, ésta del mejor gusto, y tiene mayor grandeza, elegancia y severidad, la da a la plaza de Isabel II, adornada por columnas de granito y cinco arcos que fue- ron el primer acceso que tuvo el edificio. En esta fachada fueron colocadas, el año 1835, las estatuas de Urania y de Calíope, obras de D. Valeriano Salvatierra. 

Lo más hermoso del teatro es la sala, verdaderamente elegante y suntuosa. El techo fue pintado por Eugenio Lucas y por el francés Philastre. En medallones, rodeando la decoración principal, aparecen los bustos de Moratín, Bellini, Velázquez, Calderón y Fernando de Herrera. El patio de butacas es espacioso, existen cuatro galerías de palcos, más algunos disimulados en forma de ventanas que se abren sobre las localidades altas, y el anchuroso paraíso, campo de tantos apasionamientos artísticos, está siendo precisamente reformado en estos momentos, haciéndose desaparecer de él la gradería en forma de bancos corridos y sustituyéndola por asientos separados. En el resto del edificio hay varios salones que se hicieron para cafés y lugares de descanso; pero que no han sido nunca abiertos al público, para cuya expansión fueron destinados. 

El único de esa especie que se utiliza es sólo para el público de butacas y plateas. El vestíbulo, sufrió una ridícula reforma con la instalación de una escalera pegadiza, que parece de segundo acto de opereta vienesa. Con ese motivo fue retirado de este salón el busto de Gayarre, obra de Benlliure, que ha vuelto a presidir ese recinto después de una misteriosa ausencia. 

Ese edificio, en cuya construcción se tardaron treinta y dos años, y fue invertida la suma de cuarenta y dos millones de reales. carece en su exterior de la belleza que mereció y, en su interior, aparte de las salas de los teatros, el de la Opera y el del Conservatorio, adolece también de grandes defectos, no siendo los menores su falta de escaleras monumentales, teniendo que conformarse con unas vulgares de madera, propias de cualquier viejo caserón de vecindad. Como detalles curiosos de esta casa, cabe añadir que por la parte de la plaza de Isabel II se halla a bastante profundidad una gran cantidad de agua, circunstancia nada extraña si se recuerdan los antiguos Caños del Peral y la corriente que baja de la laguna subterránea de la Plaza Mayor, y no lejos de aquí ofrece su caudal a un establecimiento balneario. Y por el lado de la calle de Carlos III, hay un descenso a un enlosado por el cual se entra a dos caminos subterráneos abovedados, por los que se puede caminar a caballo, llegando uno hasta debajo de la Carrera de San Jerónimo, y el otro hasta el Campo del Moro. Por su fábrica y la disposición en que se hallan no parece desprovista de fundamento la suposición tradicional de que existen desde el tiempo del Madrid árabe en que serían salidas secretas, comunicando el Alcázar y las murallas de la villa con el campo. 

Podría afirmarse que el sitio que ocupa el Palacio real es un lugar poblado desde antiquísimos tiempos. La modestia de la mayor parte de los historiadores de Madrid no ha querido llevar más allá de los árabes la fundación de este pueblo, y, en cambio, la fantasía de algunos en los siglos XVI y XVII, tan dados a señalar orígenes fabulosos a las ciudades, quieren envolver ese origen en la leyenda de graciosos mitos. 

En el siglo XIX empezó a demostrarse con los descubrimientos paleontólogicos de la pradera de San Isidro, y en estos últimos años con los que ha realizado Obermaier en otros parajes del lado acá del río, como en la estación de las Delicias, la existencia de la población madrileña en las edades prehistóricas. Vivimos, pues, en uno de los lugares más remotamente habitados del planeta. 

Ya en la historia cabe afirmar que en la época romana existiese aquí la diferencia del castro y del vico que solía darse en las poblaciones de aquel tiempo. No sólo los mosaicos romanos hallados en Carabanchel, sino más cerca, y en direcciones diferentes, como las piedras con inscripciones latinas que fueron puestas en las puertas de Moros y de Guadalajara, y en los muros de Santa María, y las urnas cinerarias, como la que se encontró en un jardín hacia donde hoy se halla el Hospital de la Princesa, demuestran la existencia dilatada de una ciudad abierta (el vico), mientras que la eminencia sobre el Manzanares y frente al camino marcado en el itinerario de Antonio Pío, atravesando lo que es la Casa de Campo, utilizóse esa posición estratégica para la construcción de una atalaya, y baluarte (el castro), donde luego hicieron los árabes su fortaleza, convertida en Alcázar después por los reyes de Castilla. 

Parece indudable que esa transformación del antiguo fuerte en mansión de los monarcas data del reinado de D. Pedro I, que fue un buen amigo de Madrid, y al cual correspondió la villa con una grande lealtad. En tiempo de su fratricida y sucesor Enrique II, el Alcázar de Madrid sufrió un incendio, que tal vez no fuese obra de la casualidad, y en 1389 León V de Armenia, el príncipe desposeído por los turcos, a quien D. Juan I, en un alarde caballeresco, digno del romance y del poema, hizo rey de Madrid, reedificó las torres de aquel edificio, al que añadió otras nuevas Enrique III, para guardar en ellas los tesoros que los nobles habían arrebatado a la Corona y él habían procurado su restitución. 

Reinando D. Juan II fue consagrada la capilla del Alcázar el día 1 de enero de 1434 por el obispo de Calcedonia, don Gonzalo de Celada, según lo expresaba un pergamino que había en un arca de reliquias que se encontró al renovarse la capilla el año 1543, siendo entonces colocada en la pared, al lado del Evangelio. 

En 1466 sufrió Madrid un terremoto que arruinó parte del Alcázar, daños que fueron reparados por Enrique IV, que residió en él largas temporadas, y allí murió en 1474. La situación del edificio, ya enorme con los aumentos que había ido teniendo, asegurado con cubos y torreones fortísimos, los desniveles del terreno que le rodeaba por los lados Norte, Poniente y Mediodía, y un ancho foso por la parte oriental, que era la única llana y de fácil comunicación con la villa, habíanle convertido en un castillo de la mayor eficacia militar, como se demostró en la defensa que hizo a favor de doña Juana, llamada la Beltraneja, en contra de las huestes de doña Isabel, mandadas por el duque del Infantado. Más de dos meses tardó el duque en apoderarse de la fortaleza, defendida sólo por 400 hombres. 

Mayor aún fue su importancia cuando el alzamiento de las Comunidades. En esta ocasión sufrió dos asedios. El primero por los madrileños, que defendían la causa de los comuneros. Los cuales, por cierto, hubieron de padecer la deslealtad de Juan Arias Dávila, señor de Torrejón de Velasco, que, habiéndoles prometido su ayuda, diósela luego a los imperiales. Necio error fue de aquéllos creer en el auxilio de aquel hombre, que dio motivo a la fundación del pueblo de San Sebastián de los Reyes, levantado por los vecinos de Alcobendas, que dejaron este lugar huyendo de la maldad de Arias Dávila, que era su señor, y crearon aquél, poniéndose bajo la protección de los Reyes Católicos contra el noble, quien más adelante, como premio de su traición a los comuneros, recibió de Carlos I el título de conde de Puñonrostro. El capitán de los atacadores al Alcázar era Juan Negrete, y la defensa de la fortaleza estaba dirigida por una heroica mujer. El alcalde D. Francisco de Vargas había marchado a Alcalá, para buscar refuerzos, con los que no consiguió entrar en Madrid, y su esposa, doña María Lago, quedó como capitana de las fuerzas del rey, y el hombre más esforzado no habría defendido su bandera con más brío y entereza mayor que aquella hembra. Pero, faltos de agua y de víveres, hubieron de capitular los defensores, y el 1 de septiembre de 1520 tomaba posesión del Alcázar el alcalde y justicia mayor de la villa, Gregorio del Castillo. Y después de la derrota de Villalar todavía éste se hizo fuerte en el Alcázar, y no lo entregó a las tropas imperiales hasta el 15 de mayo de 1521. 

Carlos V no habitó el Alcázar, sino que, durante sus estancias en Madrid, vivió en las casas de Porras y Bozmediano, frente a Santa María, sobre las cuales edificó posteriormente el duque de Uceda su palacio, hoy de los Consejos y Capitanía general, casa en que vivió también D. Juan de Austria. Pero el César tuvo en tanta estima el castillo de Madrid, que le designó como residencia del rey Francisco I de Francia, prisionero desde la batalla de Pavía, y posteriormente, al haber sentido los beneficios del clima de Madrid, donde se curó unas cuartanas, y donde su hijo el príncipe Felipe sanó también de unas calenturas bebiendo el agua de la fuente de San Isidro, decidió la reedificación y ampliación del Alcázar. Es de advertir que la benignidad y salubridad del clima de Madrid podía alabarse entonces, que extensos bosques, de pinos en su mayor parte, mitigaban la violencia de los aires de la sierra, haciéndolos llegar aquí suaves y embalsamados. 

Dirigieron las nuevas obras del Alcázar madrileño hasta el año 1537 Covarrubias y Luis de Vega, quien continuó sólo las de Madrid hasta 1562, por haber pasado el primero a proseguir las del Alcázar de Toledo. En el de esta villa se renovó la capilla y se construyeron dos torres, varias habitaciones y patios con galerías de columnas, poniéndose sobre las puertas esta inscripción: <<Carolus V. Hisp. Rex, Rom. Imp.>> También se procedió al derribo de la vieja parroquia de San Miguel de la Sagra, que se hallaba junto a la parte Sur del Palacio, y se la trasladó al lado oriental, con el título de San Gil, donde luego hizo Felipe III el convento de ese nombre. 

Quedó por gobernador de los Estados de España el príncipe D. Felipe, quien hizo proseguir las obras, comprando los terrenos que eran necesarios para hacer plazas, jardines, parque y caballerizas, entrando en esas adquisiciones, a las que contribuyó la villa con 536.000 maravedises el Campo del Rey, como se llamaba el espacio comprendido entre el Alcázar y la puerta de la Vega. En mayo de 1561 escribía desde Toledo el rey al arquitecto diciéndole que había determinado ir a Madrid con la corte, y deseaba tener todo concluido en su Palacio. Felipe II construyó también una galería en la fachada de Poniente, varios magníficos salones y convirtió en el jardín que se llamó Parque de Palacio la pelada ladera conocida con el nombre de Campo del Moro. A su Palacio madrileño vino, en fin, el soberano de dos mundos, y de Madrid hizo la metrópoli del más diverso y dilatado imperio que conoció la Historia. 

Ante la fachada Sur del Alcázar, donde hubo en tiempo de Enrique IV fiestas de toros y de cañas, y en época ya de Felipe II celebróse el año 1596, con los funámbulos llamados los Buratines, la primera función de circo que hubo en Madrid, hallábanse las famosas losas de Palacio, lugar donde los ociosos paseaban al sol, y el más grande mentidero, donde se decían, ciertas y falsas, toda suerte de novedades. 

De las dos torres que limitaban su fachada, la de la izquierda era la Dorada o del Rey, comenzada en tiempo de Carlos V y acabada en el de su hijo, que, al acrecentar la residencia regia, había hecho grabar sobre las puertas otra inscripción análoga a la de su padre, diciendo así «Philippus II Hispaniarum rex A. MDLXI.» La torre de la derecha se llamaba de la reina, y comenzó a ser construida por Felipe II, ampliada por la villa de Madrid para la reina Margarita en el siguiente reinado y finalizada en tiempo de Carlos II por Valenzuela. 

Ruy González Dávila dejó una interesante noticia de cómo era el Alcázar en 1623. En los patios principales tenían sus salas los Consejos de Castilla, Aragón, Estado, Guerra, Italia y Portugal, y en otro más apartado los Consejos de Indias, Ordenes, Hacienda y Contaduría Mayor. En el primer corredor estaba la capilla real y el aposento de la majestad del rey, reina y personas reales, suntuosamente adornado con pinturas, tapicerías, mármoles y bronces. En la primera sala del cuarto del rey asistían las guardias Española, Tudesca y de Arqueros. Los porteros, en la siguiente. Y en la de más adelante, el monarca hacía el primer día en que se juntaba el reino en Cortes la proposición de lo que habían de tratar los procuradores de los reinos de Castilla y de León; los viernes de cada semana consultaba con él un Consejo de Castilla en las cosas de su Gobierno; oía por primera vez a los embajadores extraordinarios; celebraba el Jueves Santo el lavatorio de los pobres y les servía la comida. 

A continuación había otra sala donde le esperaban para acompañarle cuando salía a oír misa y sermón el Nuncio del Papa y los embajadores que tenían asiento en la capilla. Recibía por primera vez en pie, puesto el collar del Toisón y arrimado a un bufete, a los embajadores ordinarios, y sentado a los presidentes y consejeros cuando le daban las Pascuas y le besaban la mano. Allí también concedía la orden del Toisón, hacía los nombramientos del trecenazgo de Santiago y oía a los vasallos que acudían a pedirle justicia o gracia. 

En la sala contigua comía retirado. Comer retirado era cuando le servían los gentileshombres de su cámara. En ella recibía a los cardenales, prestaban juramento los virreyes, capitanes generales de mar y tierra y oía a los embajadores. En otra, a los presidentes, cuando le consultaban negocios y mandaba que le hablasen sentados. Más adelante había una sala de ciento setenta pies de largo y treinta y cinco de ancho; en ésta era donde comía en público, se representaban comedias, máscaras, torneos y fiestas, y en ella dio gracias al rey Felipe III el señor de Umena, embajador de Francia, por haberse capitulado los casamientos entre el rey cristianísimo de Francia y la infanta doña Ana de Austria, y el príncipe D. Felipe de las Españas con la princesa Isabel de Borbón. En aquella sala, entre otras muchas cosas de ver, había, además de pinturas, mapas de Jorge de las Viñas, que era ello muy primoroso y celebrado. 

Siguiendo por diferentes salas y retretes estaba la torre dorada y una hermosa galería, compuesta de cuadros, mesas de jaspe y cosas extraordinarias. Cerca de esta galería era donde el rey tenía sus habitaciones particulares, en que dormía, escribía, firmaba y despachaba. Y junto a esa galería hallábase un jardín adornado de fuentes, estatuas de emperadores romanos y la de Carlos V, que tanto las unas como las otra pueden verse actualmente en la parte baja del Museo del Prado, dedicada a la escultura. En ese jardín había unos aposentos con pinturas de diferentes fábulas, de mano del gran Ticiano, y entre otros preciosos objetos la mesa de jaspes, obrada con gran primor y taraceada con piedras  extraordinarias que regaló a Felipe II el cardenal Miguel Bonelo Alejandrino, sobrino del Papa San Pío V, y a la cual, como los cuadros del maestro veneciano, puede verse en el mismo Museo del Prado. 

Cerca de aquellos aposentos había un pasadizo secreto, adornado de azulejos y estatuas, por el que se bajaba al Parque y Casa de Campo. Luego otra torre, donde estuvo preso el rey de Francia, y antes de subir a ella una galería que se llamaba del Cierzo, con retratos de los reyes de Portugal, mapas y pinturas varias. En esta galería fue donde tuvo su estudio el gran don Diego de Silva Velázquez, y una parte de ella puede ser todavía conocida, pues sirve de fondo al famoso cuadro de «Las Meninas». 

Siguiendo por esta galería que daba al Norte, estaba, ya en la parte de Levante, la sala donde los reinos de Castilla y de León se juntaban a conferir en Cortes lo que convenía a los reinos. Y ya se llegada a la parte del Sudeste con los cuartos del príncipe, de la reina y de sus hijas, con muchas salas, oratorios y retretes. En otro patio tenían su cuarto, en el interior del Alcázar, los infantes de Castilla, y junto a él se hallaba el guardajoyas. Allí, entre otras alhajas únicas, estaba la perla llamada la Huérfana o la Peregrina, que era del tamaño de una avellana, y estaba tasada en treinta mil ducados, y otra de las joyas célebres era el diamante tallado conocido con el nombre del Estanque, «grande como dos uñas de pulgar juntas», como decía Ambrosio de Morales, encontrado en un arroyo de Madrid, y tallado por Jacobo de Trezzo. Ambas alhajas aparecen en el retrato ecuestre de la reina doña Margarita, por Bartolomé González y Diego Velázquez. 

Quinientos aposentos tenía en aquella época el Alcázar. En 1622, en los muros de las habitaciones en que se reunían los Consejos, fueron abiertas unas ventanillas que se llamaban «escuchas» y servían para que el rey oyese las discusiones de los Consejos. Felipe IV mandó hacer luego en la parte oriental del Palacio, sobre los jardines de la Priora, unas habitaciones privadas, que se reservó para dormir y comer aisladamente, y con puerta secreta para salir del edificio y volver a él sin ser visto. Sin embargo, en los últimos días de su vida volvió a las habitaciones oficiales de los reyes, durante el verano, sobre el Parque y hacia el Noroeste, en una de las cuales murió el 17 de septiembre de 1665. El gran «patio de Palacio» era no menos famoso que «las losas», lleno de pretendientes, que acechaban el paso de los grandes señores y de los consejeros, o bullían, entrando y saliendo de covachuela en covachuela. 

Aquella era la mansión de los poderosos monarcas de tantos reinos, en la que imperaba la más severa etiqueta que sufrió jamás ninguna otra corte. La que causó la muerte de Felipe III por no habérsele retirado a tiempo de su lado el brasero que le sofocaba. El marqués de Povar notó la molestia del rey, y se lo advirtió al duque de Alba, gentilhombre de cámara; pero este contestó que no podía retirar el brasero porque esa función correspondía al duque de Uceda, que era sumiller de Corps. Entonces, el marqués de Povar salió en busca de Uceda, que no se hallaba en Madrid, sino en su casa de campo, y cuando vino, el rey estaba ya casi asfixiado. Aquella noche el monarca tuvo alta fiebre, declarándosele una erisipela, que derivó en escarlata, de cuyo mal acabó sus días, satisfecho tal vez de que, aun a costa de su vida, no se hubiera quebrantado el ceremonial palatino. 

Por fortuna, en tiempos de Carlos II se quebrantó la etiqueta para salvar a la reina. Cabalgaba en el patio de Palacio María Luisa de Orleans en gallardo caballo andaluz que la había regalado su marido, cuando fue despedida de su asiento y arrastrada por hallarse sujeta al estribo por el pie. No podían tocar el pie de la reina más que las meninas encargadas de calzarla; pero a esas camaristas les era imposible acercarse al caballo, que las hubiese arrollado. Y entonces, dos caballeros, D. Luis de las Torres y D. Jaime Sotomayor, arrostraron el castigo que podía sobrevenirles, y, arrojándose sobre el corcel, mientras uno le detenía, el otro separaba el regio pie del estribo donde se encontraba prisionero. La reina intercedió por sus libertadores; pero no hacía falta su valimiento, porque el rey demostró tener buen sentido, olvidando la rigidez etiquetera, y agradeciendo en una efusión cordial y humana su ayuda a los libertadores, a quienes ofreció presentes e hizo sus amigos. 

Además de Covarrubias y de Vega, fueron otros arquitectos, como Juan Bautista de Toledo, Juan de Herrera, Juan Gómez de Mora, Alonso Carbonel y Juan Bautista Crescenti marqués de la Torre, los que en épocas sucesivas intervinieron en las obras del Alcázar. Y es de recordar que, coronando el ático central de la fachada Sur de ese edificio, tuvo uno de sus diversos emplazamientos la estatua de Felipe IV, que, por último, vino a ser colocada en la plaza de Oriente. De aquel lugar fue mandada quitar por D. Juan de Austria, el Chico, y entonces se escribieron los pasquines que decían: 

     "¿A qué vino el señor don Juan? 
     A bajar el caballo y subir el pan.” 

     "Pan y carne a quince y once, 
     como fue el año pasado; 
     con que nada se ha bajado 
     sino el caballo de bronce." 

Famoso era el relicario de los reyes, que desapareció totalmente en el incendio de 1734. Ocupaba un oratorio debajo de la capilla, el cual estaba adornado con veintiséis columnas de mármol de San Pablo, doce ángeles y seis imágenes de las virtudes, con otras tantas pirámides, todas de bronce. Las reliquias eran más de setecientas, y estaban repartidas en tres altares, adornados y guarnecidos de perlas y de piedras preciosas de incalculable valor. Treinta y dos de esas reliquias estaban declaradas insignes, y a cada una de ellas señaló rezo propio en 1721 el duque de Abrantes, obispo electo de Cuenca, en virtud de facultad del patriarca. 

Pero aquel Alcázar que por algunos lados tenía contiguos hermosos jardines, en cambio, por otros, y así siguió hasta después de construido el Palacio nuevo, estaba afeado por parajes que en sus cercanías ofendían juntamente la vista y el olfato. 

«Bien manifestó está que, por la parte Norte, transitan descubiertas todas las aguas impuras que bajan de Madrid, cuyos vapores, que no se puede dudar exhalan y se introducen en él, es innegable sean muy ofensivos». Esto decía el ingeniero José Alonso de Arce en las «Dificultades vencidas para la limpieza y aseo de la corte». Memoria que escribió en 1734, y se hallaba en prensa cuando ocurrió el incendio del Alcázar. 

Ocurrió el fuego la noche del 24 de diciembre de 1734, fecha en que los reyes, que habían venido de El Pardo diez días antes, se hallaban alojados en el palacio del Buen Retiro, que era el que desde que vino a España había preferido Felipe V, rehuyendo habitar el Alcázar hasta el punto que, durante su viudez, al morir la reina María Luisa de Saboya, vivió en el palacio de los duques de Medinaceli, bajo el influjo de la princesa de los Ursinos. Un vendaval enorme que soplaba aquella noche fue causa de que no se pudiera atajar el incendio y quedase destruida la residencia tradicional de los monarcas.
 
Felipe V, como queda dicho, no gustaba habitarla, tal vez por haber servido a los reyes de la dinastía anterior, en cuya época fue en dos ocasiones aposentamiento de príncipes extranjeros. De Francisco I de Francia, como prisionero, y del príncipe de Gales, más tarde Carlos I de Inglaterra, cuando vino a negociar sus bodas, que no llegaron a realizarse, con la infanta doña María, que luego casó con el rey de Hungría y de Romanos. Pero el primer Borbón quiso edificar un nuevo palacio, y para llevar a cabo su idea hizo venir a Madrid al abate Felipe Jubara, natural de Mesina, muy conocido por las obras que había ejecutado en Roma, en Milán y en Turín. Este arquitecto trazó un hermoso edificio, con dilatados jardines, que debía elevarse fuera de la puerta de San Bernandino, en terrenos de lo que hoy es el final del barrio de Pozas y parte de la Moncloa, con lo que puede quedar formada idea del bellísimo emplazamiento que se le deparaba, así como la ilimitación del espacio para la extensión de fábrica y de parques. Había de tener mil setecientos pies de línea horizontal cada fachada, veintitrés patios, el principal de setecientos pies por cuatrocientos; treinta y cuatro entradas, y grandiosos locales para los Consejos, secretarías de Estado, biblioteca, iglesia, teatro y otros varios departamentos. 

Felipe V y, sobre todo, su mujer, Isabel de Farnesio, se opusieron a la realización de ese proyecto, porque deseaban que el nuevo Palacio fuese construido exactamente sobre el terreno que ocupaba el antiguo. Dícese que el abate Jubara murió de pesadumbre al ver rechazado su proyecto, del cual había hecho un precioso modelo en madera, que estuvo mucho tiempo en el Casón del Retiro y luego pasó al Museo de Artillería. 

Juan Bautista Sachetti, natural de Turín y discípulo de Jubara, fue encargado de hacer otros planos, y acomodándose a los deseos del rey, con lo que el nuevo edificio, por el desnivel del terreno en el Campo del Moro, ganaba en profundidad y altura lo que perdía en extensión de su área, trazó el Palacio que conocemos, y al que, por la parte del Mediodía, había el intento de enlazar por medio de galerías, terrazas y un puente sobre la calle Segovia con la iglesia de San Francisco el Grande. Es de recordar, para que no se crea que España, la cuna de Juan Bautista de Toledo y de Juan de Herrera, carecía entonces de arquitectos a quien pudiera encargarse la obra, que mientras Sachetti dirigía la construcción del nuevo palacio, el brigadier español D. Juan Medrano diseñaba y concluía el magnífico teatro de San Carlos, en Nápoles. 

Empezó la demolición del incendiado Alcázar el 7 de enero de 1737, y el segundo día de Pascua Florida, 7 de abril de 1738, fue puesta la primera piedra del Palacio nuevo. Es de granito, y quedó colocada a cuarenta pies de profundidad en el centro de la línea de la fachada del Mediodía. Dio la bendición D. Álvaro de Mendoza, arzobispo de Tiro, que asistió al acto procesionalmente con la capilla real. El marqués de Villena, duque de Escalona, en nombre del rey, introdujo una caja de plomo que contenía monedas de oro, plata y cobre, de las fábricas de Madrid, Sevilla, Segovia, Méjico y el Perú, en un hueco de la piedra fundamental, en la que está grabada esta inscripción: «Aedea Maurorum quas Henricus IV composuit, Carolus V amplificavit. Philipus III ornavit. Ignis consumpsit octavo Kalendas Januarii. Anno MDCCXXXIV. Tandem Philipus V spectandas restituit aeternati. Anno  MDCCXXXVIII.»

A más de Sachetti, intervinieron en la construcción del palacio arquitectos españoles, uno de ellos Baltasar de Elgueta, y otro, el que había de ser el famoso Ventura Rodríguez, cuya mano se advierte desde luego en el diseño de las elegantísimas fachadas de la regia mansión. A más de ellos, alguna vez dictaminaron acerca de las obras otros artistas, como Fernando Juga, Nicolás Salís, Luis Vennutelli, Bonacesa y, Ruiz. 

Al llegar a Madrid Carlos III, el día 9 de diciembre de 1759, tuvo que alojarse en el Buen Retiro, donde habían tenido que residir Felipe V y Fernando VI, y viendo la lentitud con que seguían los trabajos, al cabo de veintiún años, mandó que brevemente se pusiera el edificio en condiciones de ser habitado, lo que no pudo hacerse hasta el 1 de diciembre de 1764, en que el propio don Carlos, viniendo de la jornada de otoño del Escorial, fue a vivir ya en el nuevo palacio, en cuya construcción se habían tardado veintiséis años, siete meses y veintitrés días. Sin que en este tiempo estuviera terminada la decoración interior de los salones, pues se siguió trabajando en ella, de modo que la bóveda sexta fue pintada en 1794, y la octava en 1797. 

Es la planta de este palacio un cuadrado que tiene de lado cuatrocientos setenta pies, con pabellones en los ángulos, que salen veintidós pies y tienen noventa y cinco de frente, formando un todo aislado, que se compone de cuatro fachadas, de las que la principal está situada al Mediodía, como la del antiguo Alcázar. De los extremos de ella arrancan dos alas, mandadas hacer por Carlos III, y que se dilatan en las galerías, construidas en el siglo XIX, según proyecto aprobado en 3 de marzo de 1845, comenzándose la del lado oriental en 7 de julio del mismo año. La de poniente había quedado abandonada cuando aconteció la revolución de septiembre, y recibió algún impulso su construcción por orden de D. Amadeo de Saboya, que no pudo, sin embargo, ver concluida esta obra, que ha tenido fin durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, en que, desaparecida el Arco de la Armería y la Casa de Pajes, se ha cerrado con una verja la terminada plaza de Armas. 

La fachada principal o del sur tiene el piso bajo levantado más de tres pies sobre el suelo de la plaza, cuarto principal, segundo y sotabanco, sobre el que corre una balaustrada, coronada por jarrones, y en el centro se levanta un ático con un escudo de armas en medio, y a los lados, el sol recorriendo el zodíaco. La decoración de esta fachada consiste en un cuerpo almohadillado hasta la imposta, que le separa del piso principal, al cual adornan en el centro, y pabellones, columnas estriadas y entrezadas, del orden jónico compuesto, las cuales son reemplazadas por pilastras dóricas en los demás entrepaños. Las ventanas del cuarto bajo tienen guardapolvos, y las del piso principal frontispicios triangulares y semicirculares, alternativamente con mascarones y conchas en los témpanos.

Los tres huecos centrales dan salida a un balcón, sostenido por cuatro columnas dóricas y circundado de una balaustrada de piedra. Sobre el medio punto del vano central hay un relieve representando a España, debajo de la que se ve el río Tajo, e inferior a esta alegoría hay una inscripción que dice: «Contulit Augustos generi qui cuncta regant». Y preside esta fachada el reloj de una sola aguja, al que hay que atender por la mañana para la hora justa del relevo de la guardia, y por la noche, al dar las once, para la clausura marcial de la ciudadela. 

Las tres fachadas restantes son análogas a la referida. Sin embargo, por el desnivel del terreno, hay en las del Oeste y Norte un piso inferior al cuarto bajo, que se extiende un poco por la parte oriental sobre la bajada a Caballerizas, que por cierto, desde comienzos de 1868, tiene por la parte de la plaza de Oriente y calle Bailén un muro de granito, en cuyo comienzo fue puesta, el año 1908, una de las lápidas (la otra está en la Puerta del Sol, fachada de Gobernación) que puso el Círculo de Bellas Artes, por iniciativa de su presidente D. Alberto Aguilera, para conmemorar el alzamiento del Dos de Mayo. Pero ese muro de berroqueña sustituyó a algo que estaba mejor. Una balaustrada que permitía gozar al transeúnte la vista de la Casa de Campo desde ese balcón, como desde el que hay en los arcos centrales de la galería occidental de la plaza de Armas. En la fachada de poniente hay una salida a una terraza, que se halla sostenida por bóvedas estribadas en fuertes murallones, que sirven de bajadas a los jardines, y afirman por aquella parte el edificio.

La única diferencia que se nota en las fachadas consiste en que la de Este y Oeste presentan al balcón central sostenido por ménsulas, en vez de columnas como en la del Sur, y que el resalto central de la del Norte, donde se halla la capilla, es de cinco intercolumnios. Escasos son los adornos escultóricos que han quedado al palacio y que se reducen a la medalla de España y la alegoría del Tajo, ya dichas, a las imágenes de San Andrés y de Gedeón, en la banda Norte, y los grandes escudos de armas sobre la cornisa, añadiéndose a estos ornatos varios bustos en los remates acuartelados que terminan los pabellones de las esquinas. Según el plan primitivo, debían figurar en toda la balaustrada que corona el edificio las estatuas de piedra de Colmenar, que fueron hechas con ese fin y se hallan repartidas por la plaza de Oriente, el Retiro, Museo de Artillería, Puente de Toledo y algunos lugares de provincias. También las había en los pedestales que existen sobre la imposta en los ángulos del piso principal. Todas hubieron de ser apeadas, porque se dijo que su peso resentía a la totalidad de la fábrica; achaque poco verosímil. 

Seis son las puertas principales que dan ingreso a este grandioso palacio, dando a la plaza de Oriente la llamada del Príncipe, y las cinco restantes a la fachada del Mediodía, todas con arcos de medio punto. Por las tres puertas intercolumnios que hay bajo el balcón de la fachada principal, o sea la de la plaza de Armas, se pasa a un espacioso atrio de planta elíptica, que en los extremos del eje mayor tiene dos puertas con vano rectangular, sobre las que hay escudos con las armas reales. 

Comunica este vestíbulo, por medio de esas puertas que tienen columnas anichadas, con los atrios cuadrados que hay en las puertas colaterales, de manera que las tres constituyen un suntuoso y dilatado zaguán, de cuyo centro se pasa al anchuroso pórtico en el que toman su coche los reyes, y cubriendo la 
embocadura de la escalera, a que sirvió de caja el actual salón de las Columnas, se encuentra una hornacina con columnas anichadas, florones en la arcada y pavimento de mármol, que forma una meseta, a la que da subida la gradería, también marmórea. Ocupa el centro de esa hornacina la estatua de Carlos III, con armadura y manto a la romana. Fue ejecutada en mármol blanco por D. Pedro Michel, hermano del buen escultor D. Roberto, cuyo mérito no igualaba, y así, la dio poca esbeltez y demasiada anchura, por lo que se dijo que no era sino el estuche que tenía dentro la estatua verdadera. 

El atrio central y el pórtico se hallan cerrados con vidrieras en todas sus avenidas, no permitiéndose, desde tiempo de la reina gobernadora, la entrada al público en estos lugares, pues antes iba gente a ver desde la meseta de Carlos III cómo tomaban el coche las personas reales, y en tiempo de Carlos IV era permitido al pueblo, sin distinción de clases, colocarse por toda la escalera hasta la sala de guardias para presentar memoriales o saludar a los soberanos cuando salían a paseo. 

Por el indicado pórtico se entra en el patio principal que forma un cuadro con ciento cuarenta pies de lado y se halla rodeado de una galería, con nueve arcos de frente en cada uno. Entre dichos arcos se pusieron las estatuas de Arcadio y Trajano, en la banda del Norte, y las de Honorio y Teodosio, en las del Sur; obra las primeras de D. Felipe de Castro y las segundas, de D. Domingo Olivieri. El pórtico se halla decorado con pilastras dóricas, sobre las cuales hay otras de orden jónico moderno, que adornan la galería superior, cerrada con vidrieras, y sobre cuya cornisa sienta una balaustrada. que es a la vez coronamiento de aquélla y antepecho de un espacioso terrado que se extiende por toda la crujía de la galería. Inmediatos a este patio principal hay dos pequeños, que tienen comunicación con aquél y corresponden a los ángulos Noreste y Noroeste del palacio. 

Una de las partes más grandiosas del palacio es la escalera principal. Cuando se construyó el edificio, fueron dos las que se hicieron, dejando en medio la sala de los alabarderos, que antes se llamó de Guardias, la cual había de servir para bailes y otras funciones. Según ese plano, no había más entrada a las habitaciones reales que el pasillo oscuro que desde la escalera principal da paso a la sala décima y al salón de Embajadores, ingreso inadecuado a tanta magnificencia, sucediendo lo mismo al otro lado, por lo que se determinó condenar una de las escaleras para dar entrada correspondiente a las habitaciones reales, y así se verificó. 

La nueva y hermosa escalera que se hizo es de tres ramales, con mesetas intermedias. Los peldaños son de mármol de San Pablo, de una sola pieza, y forman una subida muy suave: las balaustradas son también de mármol e igualmente los dos leones obra de D. Felipe de Castro y de D. Roberto Michel. En uno de ellos apoyó su diestra Napoleón Bonaparte, el día que vino a visitar a su hermano, diciendo entonces: «Al fin tengo a esta España tan deseada». Y añadió, volviéndose al rey José: «Hermano mío, vas a vivir en mejor casa que yo». 

Decoran la suntuosa caja de esta escalera doce columnas estriadas y entrenzadas, de piedra de Colmenar, que sientan sobre un zócalo general, y tienen capiteles con leones, castillos y el collar del Toisón. Excelentes son las pinturas de Conrado Giaquinto, pintor de la escuela napolitana. Son frescos que representan el triunfo de la religión y de la Iglesia católica, a quienes ofrece España sus trofeos. Una matrona, que simboliza la religión, sostiene con la mano izquierda una cruz y apoya la otra en un altar con fuego, detrás del cual se ve el libro del Evangelio sostenido por un ángel. A la derecha del altar está la Iglesia católica representada por una matrona con diadema. A un lado está la tiara y debajo de una grada, en que pone aquélla los pies, hay banderas y otros símbolos. Seguida de la Prudencia, la Constancia, la Integridad y el Celo religioso aparece la figura de España con espigas en la mano derecha y un dardo en la otra ofreciendo sus homenajes a la Iglesia. 

Hay un arco en la parte superior, coronado por un escudo de armas reales, y todo el trono de nubes en que están colocadas las figuras referidas, se halla iluminado por el lado que rodea al Espíritu Santo, con virtudes a los lados. Por debajo de toda esta composición se divisa dos mujeres a diferente altura, que significan África y Asia, acompañando a la primera cuatro sarracenos encadenados. A la derecha del espectador, y más allá de un mar borrascoso, va corriendo por un dilatado campo otra figura que representa América, quedando a un lado un montón de cadáveres, alusión demasiado verista. El boceto de esta pintura se halla en el Museo del Prado. 

Corresponden a los cuatro ángulos de la bóveda otras tantas medallas de claro-oscuro, con alegorías de los elementos. Y entre las claraboyas de cada costado hay sobre el cornisamiento figuras simbólicas de la Libertad, la Felicidad pública, la Magnanimidad y la Paz. 

En el medio punto encima de la puerta del salón de Guardias, esta simbolizado el triunfo de España sobre el poder sarraceno, y en el óvalo de la bóveda, la Victoria constante. La pintura del corredor alude a los descubrimientos de los españoles, y en la bóveda, en otro óvalo que hace juego con el de la Victoria, aparece Cosmografía. 

Esta escalera fue teatro de un famoso hecho de armas cuando, en la noche del 7 de octubre de 1841, fue atacado el Palacio por los enemigos del regente Espartero, para apoderarse de las personas de la reina niña y su hermana. Más de una vez hemos hecho referencia en estas columnas a ese episodio, romántica aventura que había de costar la vida a los generales D. Diego de León, D. Dámaso Fulgosio y el teniente D. Manuel Boria, en Madrid; a D. Manuel Montes de Oca, en Vitoria, y a Borso di Carminati, en Zaragoza. Fulgosio y su hermano D. José, que procedían de las filas carlistas, y el segundo de los cuales fue muerto en la Puerta del Sol, siendo capitán general de Madrid, en una de las revueltas de 1848, eran en aquella hazaña novelesca los que llevaban las grandes capas en que habían de envolver, uno, a la reina, y otro, a la infanta, para llevárselas por el Campo del Moro a la grupa de su caballos. 

Había otros conjurados fuera de Madrid, y en la corte, a más de los ya dichos, el escritor don Andrés Borrego, el general D. Manuel de la Concha, el brigadier D. Juan de la Pezuela, el coronel D. Fernando Fernández de Córdoba, el conde de Requena y el duque de San Carlos. 

El general Concha, vestido de levita y blandiendo una espada -¡ oh noche de caballeros y poetas!-, dirigía el asalto a la escalera, en que mandaba con singular denuedo a los soldados del regimiento de la Princesa el teniente Boria. Y a estas fuerzas habíanse unido las dos compañías de la Guardia real provincial, que montaban la guardia exterior. 

Si el ataque fue bravo, la defensa que hizo de la escalera el zaguanete de alabarderos fue heroica y con la eficacia del triunfo. Era su oficial el coronel D. Domingo Dulce, y sargento, el teniente coronel D. Santiago Barrientos. Los dieciocho guardias que se inmortalizaron aquella noche llamábase: don Felipe Piquero, D. José Díaz, D. Tomás Zapata, D. Benito Fernández, D. Francisco Tourán, D. Juan Díaz, D. Francisco Amutio, D. José Martínez, D. Vicente Misa, D. Fernando Mora, D. Manuel Fernández, D. Francisco Villar, D. Antonio Ramírez, D. Mariano López, D. Pablo Sanfrutos, D. José Alba, D. Eugenio Pérez y D. Saturnino Fernández. 

Existe un cuadro muy interesante con los retratos de estos personajes, que estuvo durante mucho tiempo en el Archivo de la Villa, y actualmente se halla en el cuarto de banderas del cuartel de Alabarderos. 

La suntuosa escalera del real Palacio recuerda todo el fausto y esplendor de la española corte. También, sin embargo, puede evocar históricas tristezas, mudanzas de los tiempos decretadas por el destino. Algunos de los reyes han descendido por ella para no volver a subirla. Carlos IV, camino de Bayona y de la muerte, en el destierro. José Bonaparte, de regreso a su patria. Isabel II, partiendo para un veraneo que había de acabar en exilio. Amadeo de Saboya, marchando dignamente hacia Lisboa. Alfonso XII. yendo a morir en el melancólico castillo del Pardo. 

Treinta bóvedas principales hay en el edificio decoradas por célebres pintores, como Mariano Maella, Antonio y Luis González Velázquez, Francisco Bayeu, Domingo y Juan Bautista Tiépolo, Antonio Rafael Mengs, Vicente López, Juan Rivera y Luis López. Sería cansada y prolija la descripción de todos los temas alegóricos que componen esas decoraciones y así habremos de limitar nuestra referencia a los dos salones principales, el de Embajadores y el de las Columnas. 

El primero es el más vasto y rico del Palacio; ocupa el centro de la fachada del Mediodía, a la que tiene cinco balcones, y su bóveda está pintada por Juan Bautista Tiépolo. He aquí reseñada esta varia composición: En un trono, a cuyos lados hállanse Apolo y Minerva se ve sentada la Monarquía española. Inmediata a ella aparece la ciencia del Gobierno; en el opuesto lado, la Paz y la Justicia; y elevándose, ingrávida, la Virtud. Forman otro grupo la Clemencia, la Abundancia y otras figuras que sólo se divisan entre nubes. 

Cruza toda la bóveda el arco iris, y entre él y el gran círculo de nubes que cubre la Monarquía, y delante del cual vuela Mercurio, hay un jeroglífico de la Paz, Eolo, Júpiter, Minerva, Baco, el Océano y Tetis, Flora y Céfiro, Neptuno, Vulcano, Venus, Apolo y Marte, que forman grupos, circundando a diferentes distancias la figura central. 

En la misma bóveda hay una alegoría en elogio de Carlos III, la cual está formada por la Magnanimidad con la Gloria a la derecha, la Afabilidad a la izquierda y, más allá, el Consejo. La Fe, colocada en trono de nubes, tiene a un lado un altar con fuego, y está acompañada de la Esperanza, la Caridad, la Prudencia, la Fortaleza, la Victoria y, por último, un genio suspende un medallón para premiar las Nobles Artes. Como atributo de la Gloria hay cerca de la matrona que la representa una pirámide en cuya parte inferior se lee la siguiente inscripción: 

"Ardua quae attollis monumenta 
et flectior aevo 
nescia te celebrant. 
Carole magnanimum." 

Sobre la cornisa hay representaciones alegóricas de las provincias de la Monarquía española. Ejecutó Roberto Michel en los ángulos cuatro medallones dorados contenidos en grandes conchas y con dos estatuas en cada uno representando ríos. En los medallones hay respectivamente ficciones de un elemento y una estación. El agua y la primavera, el aire y el estío, el fuego y el otoño, la tierra y el invierno. Las paredes del salón se hallan vestidas de terciopelo carmesí bordado de oro, y entre los muchos objetos que la adornan deben citarse doce magníficos espejos y las dos hermosas arañas. Frente al balcón del medio de la fachada principal se levanta el trono, cubierto con un rico dosel de terciopelo, igual al que recubre los muros. Tiene a sus lados las estatuas de la Prudencia y de la Justicia, y en los ángulos que trazan las gradas hay cuatro leones de bronce dorado. 

El suntuoso salón de las Columnas fue caja de una de las dos escaleras que se hicieron, uso que conservó durante más de veinte años. Doce columnas arrimadas a pilastras, y con capiteles de castillos, leones y collares del Toisón adornan esta gran sala, cerrada con una elevada bóveda de ladrillo, embellecida con tallas doradas e iluminada con grandes claraboyas. En el centro hay una alegoría pintada por Conrado Giaquinto. Representase en ella la aparición del sol, a cuya vista se agita y alegra toda la Naturaleza. En la parte superior aparece Apolo, radiante, en un carro de nubes, tirado por cuatro caballos. Delante va la Aurora, rodeada de ninfas que esparcen flores. Detrás se ve un trozo de Zodíaco, y en él los signos correspondientes de febrero, marzo, abril y mayo. Céfiro detiene los vientos fuertes. Y por bajo de todo esto hay varios y vistosos grupos. Ceres simboliza el estío; Baco, sentado en un jumento que está echado en el suelo y rodeado de bacantes, representa el otoño; Venus, la primavera, y Vulcano, el invierno. Entran también en la composición Diana y Pan, con su caramillo, y Galatea, en el mar, con tritones y nereidas. El boceto de esta pintura se halla, como el de la escalera principal, en el Museo del Prado. 

Este gran salón, que ha sido utilizado para bailes, servía también para menos profana ceremonia el día de Jueves Santo, en el que, según tradición, el monarca lavaba los pies a doce pobres y les servía la comida. La primera práctica ha comenzado a ser interrumpida, sustituyéndose con un donativo de treinta duros a cada menesteroso. Y la segunda hace ya muchos años que desapareció dándoseles, en cambio, a los pobres elegidos un cesto lleno de viandas. Con lo que ha desaparecido aquel bello símbolo de humildad que recordaba la Cena de los Apóstoles; rememoración que, por olvidada, ocasionó la penitencia de Carlomagno ante los muros de Pamplona. 

Hacía 1843 se cubrieron las columnas y los muros de estuco lucido, imitando mármoles de Italia y España, y, al mismo tiempo, fueron dorados los capiteles. Sobre la puerta que comunica con la sala de guardia hay una medalla ovalada, sostenida por un león y rodeada de niños con palmas y guirnaldas, en la que está representada la majestad de España. Los cuatro medallones de los ángulos representan los elementos. El que hay sobre la entrada de la sala duodécima y el ángulo opuesto, son de Felipe de Castro, y los otros, de Roberto Michel. 

La mayor parte de cuadros famosos de nuestros mejores pintores que había en el Palacio real pasaron al Museo del Prado; pero en él quedaron varios de grandes autores, como Rubens, Murillo, Snyders, Jordán, Mengs y Goya. Aumentándose en el siglo XIX esa colección con firmas de Madrazo, Esquivel, Villaamil y otros interesantes artistas de la época romántica. Son dignos de mención, entre los otros aposentos de Palacio, los oratorios labrados de ricos mármoles; la última sala de la banda del Sur, que tiene en su espaciosa bóveda estucos chinescos, imitando el dibujo de éstos los mármoles del solado. Y en el lado del Oeste se halla el célebre gabinete de China, cuyas paredes se hallan revestidas de porcelana del Retiro. 

Durante la regencia de María Cristina de Habsburgo se hicieron algunas reformas en la regia residencia. Se decoró el salón de música; el llamado de Armas se vistió con tapices de la real casa; la sala de fumar, con telas japonesas y bambúes chinos; el comedor de gala, con ornamentación de tapices, mármoles y maderas artísticamente talladas. EL Ministerio de Estado dejó las habitaciones de la planta baja para ir a instalarse en la antigua Cárcel de Corte, que acababa de ver desaparecido al Ministerio de Ultramar, ya sin objeto. Y la boda de la princesa Mercedes con D. Carlos de Borbón dio motivo a una nueva utilización de esa parte del Palacio, en donde murió pocos años después, el 1905, la primogénita de Alfonso XII. También después de la boda de Alfonso XIII se han verificado algunas reformas, especialmente en los entresuelos, donde se dispusieron para los nuevos infantitos habitaciones decoradas al estilo inglés moderno. 

La Biblioteca Real fue fundada por Felipe V en 1714, con las obras que dejó en su palacio, después de haber cedido la mayor parte de las que allí había para formación de la Nacional. Ha sido luego acrecentada con diferentes librerías como la del deán de Teruel, condes de Mansilla, de Gondomar y de Malpica, del oidor de Sevilla D. Francisco Bruna y los manuscritos de los Colegios Mayores. 

Estuvo primeramente en el piso principal, en el ala del ángulo de Oriente, hasta 1832 en que fue trasladada a la planta baja, en el ángulo formado por las fachadas de Poniente y Norte. Componen esta espléndida colección cerca de cien mil volúmenes, colocados en magnífica estantería de caoba, con hermosos cristales de la Granja, que guarnecen diez salones y dos pasillos. Incunables, hermosos ejemplares en vitela, ediciones rarísimas de impresores españoles y ricas encuadernaciones hacen de esta biblioteca una de las más importantes de España. Al frente de ella se encuentra actualmente el conde de las Navas. de la Academia Española. 

En el centro de la fachada Norte, al nivel de las habitaciones reales y con entrada por la galería, se halla la Capilla Real, que se quiso fuese ampliada con otra, para lo cual se hicieron unas bóvedas de granito en el Campo del Moro, y en las cuales se invirtió un gran caudal, inútilmente, pues no se utilizó aquel basamento, porque la modificación de la capilla descompondría la severa línea de la fachada con un saliente inarmónico. 

La planta de la capilla, como hubo de quedar, forma una elipse con dos grandes nichos en los extremos de su eje mayor; a un lado, otra elipse menor, que forma la entrada, y, al frente de esta, una semielipse. Consiste principalmente la decoración del templo en dieciséis columnas entrenzadas de mármol negro y monolíticas traídas con otras ocho, de las cuales una quedó rota en el camino de las canteras de Mañaria, merindad de Durango, en Vizcaya. Dichas columnas y las pilastras tienen capiteles dorados de orden corintio, y sobre unas y otras corre el cornisamento. Los cuatro arcos torales están dorados, y en las bóvedas hay florones y otros ornatos también dorados. 

Hay dos ángeles sobre el arco de la capilla mayor obra de Domingo Oliviari; los niños que aparecen sobre la entrada de la galería y los serafines de las pechinas son de Felipe de Castro. Hizo Roberto Michel el león y los ángeles que se ven al frente de la entrada. Corona y cierra el crucero una media naranja, compuesta de un ático decorado exteriormente por ocho flameros e iluminado por cuatro grandes claraboyas adornadas, como los macizos que hay entre ellas, por Roberto Michel. 

Elevase dicho ático sobre la cubierta del edificio, y en él sienta la cúpula, cuya decoración interior es de pinturas al fresco por Conrado Giaquinto, quien representó una gloria con la Santísima Trinidad. Inmediata a su trono hay una imagen de la Virgen, y entre los grupos de los bienaventurados se distinguen las figuras de Santo Tomás de Aquino, San Vicente Ferrer, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. Pintó también el mismo autor las pechinas, colocando en ellas a San Isidoro San Hermenegildo, San Isidro y Santa María de la Cabeza. Sobre la entrada hay una pintura de la batalla de Clavijo; en el coro principal, varias figuras alegóricas, con molduras doradas alrededor, y, por último, en el otro coro, sobre el altar mayor, está Jesucristo muerto, con el Padre Eterno y unos ángeles. 

Decoran la entrada de esta capilla las cuatro evangelistas obra de José Ginés, y colocados en hornacina, a los extremos de la elipse que forma el ingreso, los ángeles, obra de Esteban de Agreda, sostienen dos grandes lámparas de bronce a los lados del presbiterio, y en el centro, pendiente de la cúpula, hay otra de plata, labrada en la famosa platería de Martínez. 

La mesa del altar y las gradas que conducen a ella son de ricas piedras. En el testero hay un cuadro que representa a San Miguel, y fue copiado por Bayeu de otro Jordán, habiéndose dedicado a ese arcángel la capilla, por haberse construido parte del Alcázar sobre terreno de la parroquia de San Miguel de la Sagra; pues la antigua tenía advocación del Triunfo del Cordero. Frente a la puerta se ve un altar en que está colocada una pintura que representa la Anunciación, obra de Antonio Rafael Mengs, que falleció sin concluirla. Y además de las tribunas reales, hay otras repartidas en los muros del templo. 

La cruz que existe sobre la media naranja fue colocada en 1757. Se bendijo por el cardenal Mendoza el 10 de febrero del citado año, habiendo estado expuesta en el mismo día a la veneración pública algunas horas con cirios encendidos y bajo un dosel de terciopelo. Contiene esta cruz en el centro de los brazos un pomo de bronce dorado, en el que se guardan varias reliquias y una auténtica del padre Quintano y Bonifaz, arzobispo de Farsalia. En la circunferencia del pomo está grabada esta inscripción de Iriarte: 

«Intus sacra latent parce procella sacris. Anno 1757.»

Siempre tuvieron los reyes de España dentro de su Palacio capilla, asistida de un capellán mayor y otros menores, a la que los Papas concedieron grandes privilegios, hasta que Felipe IV consiguió un breve el año 1639 y el jueves 10 de marzo, el cardenal arzobispo de Santiago, D. Agustín Spínola, colocó en ella el Santísimo, trayéndole de la iglesia de San Juan, que hasta entonces había sido parroquia de Palacio. 

No se dio a la nueva parroquia por de pronto más feligresía que la que cogía el Palacio; pero después Fernando VI por breve de Benedicto XIV, dado en 27 de junio de 1753, la extendió a todas las casas y sitios reales, erigiendo la Patriarcal. En esa disposición mandó el Pontífice que su Nuncio señalase el término y casas que debían estar sujetas al patriarca; pero pasando a ponerlo en ejecución, se suscitaron graves disputas con las demás parroquias de Madrid, representando éstas al rey que resultaban perjudicadas por lo todo quedó suspenso hasta que que Pío VI, por bula de 8 de abril de 1777, declaró pertenecer a la Patriarcal este real Palacio de Madrid, el sitio del Buen Retiro, la Casa de Campo y los Palacios de El Pardo y Aranjuez, con todos sus edificios y accesorios que en él se expresan. Igualmente declaraba que los diezmos de estos territorios los cobraran las parroquias antiguas y que los cadáveres de quienes en ellos fallecieren se enterraran en la más inmediata. 

El cargo de capellán mayor de los reyes fue concedido por Alfonso VII, el año 1140, a los arzobispos de Santiago; pero Felipe II, considerando la ausencia de la corte que hacía el capellán arzobispo, pidió bula a San Pío V para poder nombrar un procapellán mayor que sirviese, al que, para mayor autoridad, se unió después el empleo de limosnero de los reyes y la dignidad de Patriarca de las Indias, con otras que forman un príncipe de la Iglesia, entre ellas la de vicario general castrense, habiendo usado el último de estos dignatarios el título de obispo de Sión. 

En el antiguo alcázar había un riquísimo oratorio destinado a relicario, que era público desde 1640, conteniendo unas setecientas reliquias, y el cual pereció en el incendio de 1734. Entre una puerta de escombros fue encontrado el clavo de la cruz de Jesucristo, que fue reconocido por veintitrés testigos como el mismo que figuraba en el relicario antiguo, y así pasó a ser situado en el nuevo. Consiste el actual en una pequeña pieza, contigua a la que da paso a la escalera del coro, y en el testero se ve un excelente bajorrelieve en plata, decorado por un marco de bronce con ornato de arquitectura y adornos de lapislázuli. Representase en ese relieve a San León deteniendo a Atila. Varias reliquias y alhajas de mucho valor se hallan repartidas a uno y otro lado en estantes cerrados con cristales. La sacristía tiene algunas buenas pinturas. 

Cuatro capillas se han refundido en la de los reyes de España. La de los de León que se unió con Castilla, la de Aragón, de la que existen documentos del año 1073, y la de Borgoña, fundada por el duque Hugo en 1172, al volver de Tierra Santa. 

Saliendo de la capilla, y viniendo por la galería de levante puede descenderse por la escalera de Damas a la puerta del Príncipe y buscar de nuevo el libre ambiente de la plaza, no sin recordar entre otros tantos acontecimientos, la salida del infante D. Francisco de Paula para Bayona, momento inicial del levantamiento del 2 de mayo de 1808, y la muerte del primer teniente de la guardia D. Mamerto de Landáburu, el 30 de junio de 1823. La puerta del Príncipe puede evocar también el recuerdo del atentado contra Alfonso XII y María Cristina, cuando al volver a Palacio en un carruaje que guiaba el monarca a las cinco de la tarde del día 30 de diciembre de 1879, un panadero, natural de Guntín, provincia de Lugo, llamado Francisco Otero González, hizo dos disparos de pistola contra las reales personas, pasando el primer proyectil rozando el cuello del rey. 

El balcón que existe sobre esa puerta tiene también una memoria histórica. La de cuando en 1897 regresó de Filipinas el general Polavieja, y después de haber sido recibido por la reina regente, salió esta señora a ese balcón a saludarle cuando el caudillo se retiraba en su coche. Aquella noche publicó «La Época» un suelto, escrito por el presidente del Consejo de ministros, Cánovas del Castillo, con una curiosa y famosa rectificación de lo sucedido. 

Las casas particulares, que forman el resto de la parte edificada de la plaza de Oriente, trazan dos arcos de círculo en la parte oriental de la misma e iguales distancias a los lados de la fachada del teatro Real. La señalada con el número 6 ha servido de alojamiento a muchos célebres artistas que han cantado en teatro de la Opera. Allí han muerto dos. El 6 de diciembre de 1867, la hermosa contralto Constanza Nantier Didier, muerta en el apogeo de su fama y de su belleza, y cuyos restos hemos conseguido salvar de las ruinas del cementerio de la Patriarcal con su traslado a la nueva Necrópolis. Y el 2 de enero de 1890, nuestro gran Julián Gayarre, el cantor prodigioso, insuperable y único. 

Alzase en el centro de la plaza, y presidiendo sus jardines, el más bello monumento escultórico de cuantos se hallan en Madrid. La estatua ecuestre de Felipe IV, que, por deseo de este rey, hubo de encargar la gran duquesa de Toscana, Cristina de Lorena, al escultor florentino Pedro Tacca, quien había concluido la que de Felipe III hizo Juan de Bolonia y regalada por el gran duque Cosme de Medicis vino a Madrid, siendo primero situada a la entrada de la Casa de Campo y actualmente en la Plaza Mayor. 

No fue solo el genio del gran artista florentino el único que puso su huella en esta obra admirable. Fue necesario enviar un modelo para interpretar la arriesgada postura en que el monarca quería que estuviese el caballo, y así se enviaron a Florencia dos retratos del rey, pintados por Velázquez, representándosele en uno de medio cuerpo y en otro cabalgando y haciendo el corcel una atrevida corveta. A más de ello, hízose de esta efigie un boceto escultórico por Martínez Montañés, y cuando Tacca vacilaba luego pensando en cómo podría resolver el problema del equilibrio del grupo, dícese que el famoso Galileo dio la fórmula para ello, aconsejando que se hiciese maciza la parte trasera del caballo y en hueco la de delante. 

Otro recuerdo va unido a la ejecución de esta obra singularísima. El de la muerte del autor cuyos días acabaron poco después que la estatua, por los graves disgustos que le hizo sufrir un ministro del gran duque, encargado de entender en los gastos de aquel trabajo y recompensa del artífice. 

Vino la obra a Madrid ofrecida a Felipe IV por el gran duque Fernando, y, con ella, el hijo mayor de Tacca, ahijado de ese príncipe, y llamado también Fernando como él. Varios emplazamientos tuvo la estatua. El patio del Buen Retiro, que por eso se llamó del Caballo; el frontispicio del Alcázar; el Retiro otra vez, y, en fin, en los días 16 y 17 de noviembre de 1843 fue colocada en donde permanece. Alzase sobre un elevado pedestal que tiene en sus costados dos bajorrelieves uno representando a Felipe IV en el acto de condecorar a Velázquez con la cruz de Santiago, y el otro es una alegoría de la protección dedicada a las artes por aquel monarca. En los frentes hay dos fuentes formando conchas, y, sobre cada una de ellas, la imagen de un río. Cuatro leones de bronce ornan los ángulos. Estas obras son de los escultores de cámara D. Francisco Elías y D. José Tomás. 

Dos recuadros de mármol contienen estas inscripciones. «Reinando Isabel II de Borbón. Año de 1844.» «Para gloria de las artes y ornamento de la capital, erigió Isabel II este monumento.»

El hubo de inspirar a la musa popular en los pasquines que aludían a su elevación y descenso del frontispicio del Palacio viejo, y ya en el emplazamiento donde le conocemos. Hartzenbusch hubo de cantarle en aquella composición que comienza:

"Niños que de seis a once, 
tarde y noche, alegremente, 
jugáis en torno a la fuente 
del gran caballo de bronce 
que hay en la plaza de Oriente." 

Y en ella refiere cómo al ser desmontada la efigie del jinete en este grupo, al quitarle del Retiro, hallóse la cavidad del caballo repleta de plumas y esqueletos de pajarillos que incautamente penetraban por la boca, y no pudiendo luego salir, perecían en la entraña de aquel monstruo, que era para ellos un Moloch voracísimo. 

Rodean el jardín central diversas estatuas de las que coronaban el real Palacio, y cuyo descendimiento no creemos pudiera tener por motivo la posibilidad que se resintiera con su peso la fábrica del edificio. Hay otra versión de ello, y es la de que Isabel de Farnesio influyó para ello con su hijo Carlos III, diciendo que había soñado que se producía un terremoto y se le caían esas efigies, aunque en realidad se tratara de celos y venganzas que su soberbia suscitaba retrospectivamente ante la obra de su marido y de su hijastro. 

En esa serie de esculturas, labradas en berroqueña, y que debe considerarse que fueron hechas para vistas a considerable altura, trabajaron escultores famosos, como Salcillo, Luis Salvador Carmona, Manuel Alvarez, Alejandro Carnicero, Domingo Olivieri y Felipe de Castro. Ya hemos hecho referencia a los lugares en que se han repartido esas estatuas, y ahora cabe solamente señalar cuáles son las que permanecen en la plaza de Oriente. Las de Ataulfo, Teodorico, Eurico, Leovigildo, Suintila, Wamba, Pelayo, Alfonso I, Iñigo Arista, Alfonso II, Ramiro I, Ordoño I. Ramiro II. Fernán González, Alfonso V, Doña Urraca, Alfonso el Batallador, Alfonso VII, Ramón Berenguer IV, Doña Petronila, Alfonso VIII, Alfonso IX, Doña Berenguela, Fernando VII, Jaime I, Alfonso X, Sancho IV, Alfonso XI, Juan I, Isabel I, Fernando V y Felipe II. 

En el jardín formado entre las calles de San Quintín y de Pavía erigíose el año 1912 un monumento al cabo Noval, soldado de la campaña de Melilla de 1909, acerca del cual se hizo una leyenda que recordaba a la del caballero de Assas en Klotercamp. El grupo escultórico es obra del Benlliure, y fue erigido por iniciativa de una Junta de damas. 

El jardín que hay bajo los pretiles de Lepanto y de Requena tiene también su monumento. Es de una lamentable inferioridad artística, trabajo de un escultor poco conocido, y está dedicado al capitán Melgar, muerto en Melilla el año 1909. 

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